domingo, 20 de junio de 2010

Caminos de sinrazón

De las infinitas trayectorias posibles de una bala tan solo una se convierte en realidad. De las infinitas vidas que cualquiera, dentro de unos márgenes tan difusos como abstractos, podría vivir, tan solo una es realizable: la conjunción de todos  y cada uno de los caminos que en cada momento se eligen, de las decisiones que se toman, en ocasiones aún sin saberlo.

Es obligatorio cumplir las normas de seguridad, obligatorio detenerse ante un stop, obligatorio fumar solo en zonas habilitadas al efecto, pasar la ITV del vehículo antes de treinta días naturales. Qué ironías. Tiene quince días para hacerse a la idea de que se va usted al paro, tiene treinta días para desalojar y abandonar su vivienda. Tiene quince minutos para abandonar el local antes de que cerremos. Prisas y tiempo, tiempo que falta y que sobra. Tiempo para esperar un tren que pasará por otra estación y no por esta, pero nadie lo sabe. Nadie ha dicho nada.

El miedo como herramienta, y al mismo tiempo como freno, como peso a la espalda. Miedo a perder el autobús y llegar tarde. Miedo a no ser capaz de rizar el rizo nuevamente una vez más, un día tras otro, y saber solventar con la maestría esperada, casi exigida, cada nuevo problema, cada nueva avería, cada nuevo reto que surja en el trabajo. Miedo a que este te convierta en un ser técnico, eminentemente técnico y someramente racional, a desarrollar una mente y una forma de pensar limitada, a no ser capaz de articular frases de más de seis palabras sin sudar por ello. Al mismo tiempo, miedo a perder el trabajo, lo lamentamos pero hemos de prescindir de usted, ya le llamaremos, y verse condenado a una búsqueda quizás infructuosa, a sumirse en la rutina y la desgana de seguir viviendo sin meta ni objetivo aparente. A podrir los días sin más motivo que un puñado de monedas a cambio. Miedo a la certeza del envejecimiento, y a que este no se traduzca solo en canas, a la degradación de la edad, a los continuos achaques, a no poder valerse por uno mismo y no vivir ni dejar vivir a quien me rodee, como el perro del hortelano. A perder la vista, y con ella el único consuelo factible y real que me queda, y que redescrubro cada día al abrir un libro.

Miedo a la hoja en blanco, a no saber qué decir, cómo romper ese vacío inicial que supone la primera frase, la primera palabra, la manera de presentarse ante el papel como quien se presenta sin saber muy bien cómo ante una personalidad de renombre. Miedo a dejar de querer, a dejar de ser querido, al poder de la tentación como al del agua helada resquebrajando una roca a partir de cualquier mínima hendidura, a verse dejado de todos, pululando por las calles desaliñado y entre harapos, canturreando una tonadilla popular y deteniéndose servil ante cualquiera para rogarle un cigarrillo o unas monedas que ayuden a mantener el nivel de alcohol en sangre necesario como para no ser consciente de nada de lo que estoy haciendo. Miedo a la locura, a perder la razón y convertirse en enemigo público, señalado por dedos injuriosos que descargan la culpa propia sobre sangre ajena. Miedo a los faros de un coche apareciendo de pronto tras una curva o un cambio de rasante, a unos ojos desorbitados, a que los reflejos actuen tarde o a que los frenos tan siquiera lo hagan, y un segundo después verse detenido, despojado de todo, moribundo, cortados en seco un viaje y una vida. A que un ordenador se detenga de pronto y con él un semáforo, un avión, un tren, una ciudad incomunicada por completo, y no poder estar lo suficientemente lejos de ello, de todo, de todos, como para respirar con la tranquilidad de que tras otra noche de sueño mañana seguirá siendo mañana.

1 comentario:

  1. Corso, te felicito sinceramente.
    Vaya torrente de de imagenes y de ideas concatenadas con agilidad y limpieza, con entusiasmo y precisión, sin miedo.
    De corazón, enhorabuena. Un abrazo y salud!

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