miércoles, 29 de septiembre de 2010

Huelgueando

El gran día ha llegado. Si hay algo que echo de menos del piso donde viví hasta hace unos meses, eran los ventanales que daban a una de las calles principales de la ciudad y que hoy me hubieran permitido tomarle el pulso a la mañana antes de salir de casa. Porque si en algo creo que coincidimos la mayor parte de los ciudadanos a estas horas es que, al igual que en los últimos días, no tenemos mucha idea de lo que podemos encontrarnos.
 
Como la huelga es opcional, y yo no considero tener argumentos suficientes para secundarla, prefiero hacer lo mismo que cada día, arreglar ordenadores y ganarme la vida, ya que nadie se anima a regalarme ni el alquiler del apartamento, ni la comida que le echo al estómago cada día. Porque la cosa se las trae. Desde el gobierno y alrededores pintando la reforma laboral como la panacea que acabará con la crisis, con los malos, con la pobreza mundial y hasta con las holguras en la dirección de mi coche. En el otro bando, porque en nuestra España, cada uno de su padre y su madre pero siempre con tendencia a agruparse en dos frentes,  sindicatos y unos cuantos personajes más abogan por descartar radicalmente esa reforma, tachándola de todo lo tachable. Y en medio de todo esto los de siempre nos vemos atrapados en tierra de nadie, cuerpo a tierra para evitar el fuego cruzado, sin tener claro si sería conveniente sacar las pancantas -hasta la escopeta y la antorcha, si se tercia- y echarse a la calle y mandar al diablo a unos cuantos mercachifles y dedicarse al oficio que te da de comer como si nada ocurriera.

En principio, acudiré a mi trabajo como cada día. Tal vez la transcurra con tranquilidad y secunde la huelga quien le parezca, dejando al prójimo con su tarea, o tal vez los ambientes se caldeen, barricadas de neumáticos corten el Paseo de la estación, la policia curre como nunca para tratar de mantener el orden, piquetes de huelguistas encabronados vayan sacando al personal que haya decidido trabajar de sus locales y les atice unos cuantos palos, por esquiroles... y un largo largo etcétera que bien recuerde a las revueltas de mediados de los treinta del siglo pasado.

En fin, a la carga. Y que el diablo se lleve a los suyos.

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