jueves, 28 de abril de 2011

Jinete en la tormenta.

Soledad. Un café sobre la mesa, humeante. Cielo ennegrecido amenazando tormenta, al fondo, hacia las estribaciones de la sierra. Para quien sepa admirarlo, cada segundo de la vida está lleno de magia. Basta un poco de imaginación y unas insignificantes pizcas de talento y optimismo para convertir cada instante en una suerte de belleza artística captada sin esfuerzo por los cinco sentidos. Una mirada, una palabra a tiempo, las ansias de vivir ojeadas con descuido a alguien que no soy yo y que sale por la puerta cada mañana, maldiciendo en arameo a cuantas adversidades traten de emborronar el sendero por el que camina, alguien cuyo papel adoptaría gustoso. Un disco de vinilo girando en el equipo de música, relámpagos atronando por los altavoces que se mezclan con esos otros que vienen de fuera, a lo lejos, procedentes de esa tormenta que ha ido adquiriendo silenciosamente unas dimensiones que imponen respeto, destellos de rayos que instantes después se transforman en una onda bronca que hace retumbar la casa e invoca al instinto a lanzar una mirada que advierte peligro. 
Cuánto me gustaría estar allí, en aquel horizonte oscuro sembrado por gotas de lluvia, indiferente al riesgo, mirando al frente con arrogancia, casi con desprecio, la mano izquierda sujetando las riendas y la derecha apoyada sobre el carcaj, como aquel jinete que cabalga bajo la tormenta en un cuadro de Rembrandt, o tal vez como en esa canción que oigo ahora mismo, un joven Jim Morrison que habla de impávidos jinetes en la tormenta, Riders on the storm, notas de piano en escala descendente mezcladas con otro relámpago. Por la ventana entreabierta me llega un olor a tierra mojada, un aroma intenso y casi esponjoso, las enormes nubes cubren poco a poco todo el firmamento, el estruendo se acerca cada vez más. Mientras que gotas de lluvia comienzan a salpicar el cristal yo sigo observando en silencio, inmerso en una felicidad casi plástica que no experimento desde que tenía cinco años, sigo imaginándome a lomos de un corcel en mitad de la noche, bajo una tormenta interminable, camino de un castillo muy alejado que vagamente alcanzo a entrever en la distancia. Soy una versión moderna de Miguel Strogoff, un mensajero disciplinado, un mercenario a sueldo capaz de hacer cuanto sea necesario para cumplir la misión que se me ha encomendado. 

 Me acerco al tocadiscos para llevar de nuevo la aguja al principio mientras que en la otra mano sostengo la funda de cartulina del disco sin perder de vista la cara de esos cuatro personajes: Ray, John, Robby, Jim. Miro detrás y leo seis nombres en lugar de cuatro y no logro asignar cada uno a una cara. Por qué faltan dos en la foto, quiénes son Jerry y Marc, llegaron tarde y el fotógrafo del estudio ya se habría marchado, el tráfico les impidió llegar a tiempo, prisas en la discográfica por sacar el disco a la calle, qué cabeza, siempre imaginando historias, lanzando preguntas al viento, incapaz de sujetarme a las dos dimensiones irreales que tengo delante, buscándole a cada gato ese tercer pie que siempre esconde. La brisa se convierte en viento, azota con fuerza las ramas de los árboles próximos y abre con violencia la hoja de la ventana, que pasa muy cerca de mi cara y casi me golpea. La tormenta está aquí mismo, la lluvia empieza a crepitar con fuerza contra el cristal cerrado. No puedo permanecer aquí dentro por mas tiempo, marcho a la calle. Quiero sentirme vivo. Quiero ser un jinete en la tormenta.

1 comentario:

  1. Cuando te digo que eres un escritor en proyecto,tu te ries pero lo cierto esque acabo de leer tu escrito y no puedo por más que felicitarte me parece realmente bueno.

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