lunes, 9 de mayo de 2011

A pie de calle

La de ayer fue una de esas tardes en las que llegas a casa renegando sin remedio la raza humana, deseando que cada situación conflictiva en la calle acabe en desastre, que en las próximas elecciones haya cambio de gobierno y el dudoso personaje que encabeza la actual oposición cometa la misma chapuza continuada como alcalde que la que está llevando a cabo en los últimos tiempos desde la sombra, que desmantele el tranvía y retire todas las instalaciones y convierta cada centímetro de calle, acerado incluido, en asfalto para que toda la provincia pueda moverse por la ciudad en coche y aparcar en esas grandes inversiones de la anterior corporación que fueron la media decena de aparcamientos subterráneos, que el servicio de autobuses urbanos siga funcionando tan mal como hasta ahora, que cierren los parques construidos en los últimos años y los conviertan en más bloques de pisos vacíos, con bajos llenos de bares, que eliminen desde cualquier escultura a pie de calle hasta las salas de exposiciones y el museo, al diablo con la cultura, que no reporta un beneficio económico directo, al contrario que ese grandioso edificio de El Corte Ingles que corona el lugar donde hasta hace unos años estaba la Escuela Politécnica Superior. Y como premio, mientras que nos sacamos los ojos unos a otros por simple entretenimiento, que dejen caer napalm sobre la ciudad para que no quede ni una pizca viva de mala leche que un día pueda reproducirse y volver a la carga.

Voy caminando y encuentro porquerías por todas partes. Esquivo con resignación lo que algún que otro propietario de animales de compañía podría guardarse en el bolsillo. Paseo por parques encontrando aquí y allá papeles, plásticos, una botella vacía de cerveza de a litro. No es que el servicio de limpieza municipal esté de vacaciones, sino que necesitaríamos barrenderos a tres turnos para reparar los daños que causamos con los hábitos de pocilga que tan bien desempeñamos. He de mirar con suma precaución a derecha e izquierda en cada paso de cebra con semáforos, no vaya a asomar el espabilado de turno cambiando de cedé y me invite a dejar de seguir cotizando. Circulo con el coche por una calle a cincuenta y algún imbécil se pica conmigo porque según su razonada opinión voy muy lento; qué hacer pues, si ya estoy rompiendo la norma impuesta por las señales a treinta kilómetros hora. Estoy comprando en el supermercado y no puedo perder de vista el carro si no quiero que me aligeren la moneda del cierre. Dejar el coche al raso durante la noche en un buen número de calles puede suponer encontrarlo a la mañana siguiente con espejos rotos, pintadas, puertas forzadas y destrozos interiores, daños que rápidamente se excusan en los desvaríos de la juerga o como daños colaterales de la crisis.

Si contemplar esto a diario entre tantas otras cosas desazona a cualquiera, la sorpresa que me llevé mientras corría ayer por la tarde fue la guinda, al encontrarme en la obra del lagarto de Rios y Belin con que el farol que cuelga de la mano dispuesta en la pared tiene varios cristales rotos además de la bombilla. Por si quedaba alguna duda sobre el método empleado, la piedra del tamaño de un puño aún anda en el farol. Ver esto, añadido a todas las demás virtudes con que me deleita el personal cada día, en una ciudad donde contamos con records dudosos como el de la capital española con una temperatura mínima más alta en verano o la ciudad andaluza estos días con la mayor cantidad de polen por metro cúbico de aire, deja el alma por los suelos e invita a preguntarse por una parte si todo el trabajo que han llevado a cabo quienes actualmente gobiernan no habrá sido un trabajo absurdo, un dinero más desperdiciado que invertido, un manojo de margaritas para los cerdos, y por otra si merece la pena que el grano de arena que aporto con mi trabajo al bien de la ciudad cae en el montón adecuado.

Resulta asquerosamente desolador ver cómo no hay aquí mayor unidad entre la gente que la produce un partido de la selección, y que el civismo de una ciudad que por ser capital de provincia debería dar ejemplo a todos los pueblos y ciudades de los alrededores, no alcanza ni al intento; que podríamos vivir cómodamente en un lugar abierto y no excesivamente grande, donde las retenciones de tráfico resultan simbólicas comparadas con muchas otras ciudades -si, y quien no lo crea que se de una vuelta por las capitales próximas, a ver qué tal- y nos empeñamos en complicarnos la vida unos a otros como si ello formara parte de cada día a día igual que comer o ir al trabajo. Por cada muestra de humanidad que observo me encuentro con una docena de paletos que parecen haberse escapado de alguna película en blanco y negro de la España rural de los cincuenta.

Además lucimos como nadie ese complejo tan español de cargarle el muerto a quien tenemos más cerca, o lo que yo llamo la Ley del apagón: hay dos personas en una habitación, una de ellas sentada en un sofá en mitad de la estancia, la otra de pie junto a la puerta; a espaldas de esta queda la llave de la luz. De pronto la luz se apaga, y el que está sentado mira al otro con cara de pocos amigos: no te he preguntado, pero seguro que has sido tu quien ha apagado la luz. Al principio no se le ocurre pensar que puede haber un corte en toda la manzana. Aquí sucede lo mismo: cuanto suceda para bien no tiene dueño, y además lleva dos meses o un año pero es como si llevara ahí toda la vida, tan olvidadizos somos. Pero lo malo, o simplemente lo que no nos gusta o va en contra de nuestros intereses siempre ha de tener una cara, alguien a quien subir al cadalso, y por supuesto ha de estar cerca de aquí. En esta tierra no nos preguntamos qué hacemos mal de forma individual o en grupo; no pensamos en la influencia escabrosa de los bancos y en la carrera oportunista de promotoras y constructoras. No. Aquí la culpa la tiene el ayuntamiento, que no solo debe bastante dinero a diversas empresas de la zona, cosa esta cierta por desgracia, sino que además es culpable del paro en toda la provincia, de los inconvenientes que presenta cualquier financiera a la hora de solicitar un préstamo, de la subida de los combustibles, de haber hecho mal aquello que ha hecho, y de no hacer lo demás, de haber complicado el tráfico con una solución como es el tranvía, cuando el tráfico nunca ha podido considerarse fluido aquí, al igual que en cualquier ciudad con un casco antiguo. Qué bien se duerme cuando se culpa a alguien de tantos problemas de los que en masa formamos parte.

Vienen tiempos interesantes. La que nos espera.

2 comentarios:

  1. Me alegro mucho de que, después de bastante tiempo sin leerte, me sorprendas con este texto. Pásate por mi blog y dale una oportunidad a gente que le importa un pepino quién gobierna, porque ellos tienen un grano de arena que aportar y trabajan igual por un mundo un poco mejor. No todo está perdido.
    Algunos días me invade el optimismo... no puedo evitarlo.
    Un abrazo!

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  2. En Sevilla, los del ayuntamiento tienen culpa incluso de la nueva ley europea universitaria.

    En fin, todo lo que has descrito supongo que no es propio de la ciudad de Jaén, sino de esta gran pocilga llamada España. Tengo desde hace tiempo un post pensao que bien se podía relacionar mucho con este. A ver si lo escribo.

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