lunes, 27 de junio de 2011

Retorno a Mágina

Durante el último mes y medio he cambiado de personalidad. He cambiado de nombre y de origen, de trabajo y de mujer. Durante este tiempo no me he llamado Pedro sino Manuel, y mis primeros años no habrán transcurrido en un valle perdido en los confines de la sierra de Segura, sino que los recuerdos de mi infancia y juventud pertenecerán a otro lugar de la provincia llamado Mágina,un pueblo que casi parece aislado entre lomas de olivares que se extienden hasta perderse en el horizonte y a cuyos pies se abre el valle por el que desciende un sereno Guadalquivir, que luce reflejos plateados al caer el sol de las tardes invernales.

He dejado la informática y me he ganado la vida como traductor simultáneo, he abandonado España dejando atrás el ruido de los bares y los desbarajustes políticos y la borrachera de sol que tanto condiciona el ánimo de las gentes, viajando de una ciudad a otra, gozando de un anhelo de juventud hecho realidad, un nomadismo literario y absoluto, escapar de la vida áspera y sencilla que casi parece congelada en el tiempo y que conocí en mis primeros años en Mágina, en pos de otra sin más residencia fija que un apartamento siempre desordenado en una ciudad gris llamada Bruselas donde no suelo parar, siempre de un lado para otro, una vida en la que un aeropuerto o una estación de tren pertenecen a los lugares comunes de una rutina que tan siquiera supe imaginar de niño. He cambiado a María por otra mujer, alguien que volvería a mi vida tantos años después de haberla tenido tan cerca por primera vez que solo creeré obrado el milagro del reencuentro cuando sus recuerdos y los míos se fundan dando lugar a una sola realidad observada desde dos ópticas distintas, vidas que confluyeron durante un breve lapso de tiempo, veinte años atrás, como dos líneas perpendiculares, pero que vuelven a cruzarse una vez más cuando los azares nos llevan a la habitación de un hotel madrileño, en una noche que guardaré tan adentro y sentiré tan intensamente que me llevaría a volcarme en cuerpo y alma las semanas y meses siguientes en la persecución de un solo objetivo: convertir el número de teléfono de Nueva York escrito a bolígrafo en el reverso de una tarjeta en una presencia tangible, volver a verla, sentir de nuevo el deseo en los brazos de esa mujer de cuya chaqueta colgaba una tarjeta de identificación con un nombre, Allison, que más tarde reconoceré como Nadia, Nadia Galaz, la hija del comandante que detuviera el alzamiento en el cuartel militar de Mágina en la noche calurosa de un mes de julio que se pierde en la noche de los tiempos.


Estoy en una época en la que el teléfono móvil es un capricho caro y poco eficiente, los ordenadores aún no constituyen un juguete al alcance de cualquiera, nada se sospecha acerca de eso que llamarán revolución digital años más tarde. La gente aún camina atenta por la calle, sin más distracción que unos cuantos pensamientos, cuento con las manos mientras camino por la 5ª Avenida a quienes pasan absortos escuchando música reproducida por un walkman cuyas pilas no duran más de un par de horas. Casi nadie intuye o habla sobre el cambio climático y los coches de gasolina aún no llevan catalizador y los que montan motores diesel son caros, ruidosos y poco potentes, apenas se parecen a los que llegarán décadas más tarde. Ha estallado una guerra en un lugar lejano y se ha extendido la misma extraña histeria colectiva que producen todas las guerras, da igual aquí o allá, la misma que constantemente se vomita desde los informativos y vacía los aeropuertos. Pero nada de esto me importaba en esos momentos. Nada tiene sentido, me decía a mi mismo mientras miraba tras las ventanas del apartamento, fuera de las paredes que nos envuelven y nos protegen del ruido y del frío, quiero pensar que nada existe fuera del apartamento de Nadia, pequeño refugio ilocalizable dentro de la inmensidad de esa colmena llamada Nueva York, perdida la noción del tiempo y de la responsabilidad hacia un trabajo que me arriesgo a perder, nadie contesta al otro lado del teléfono que debiera descolgar yo en otra parte del mundo, en el apartamento de Bruselas del que no quiero acordarme porque evoca al otro hombre que era antes de que aparecieses, antes de que dieras sentido a una vida que basaba en la fidelidad al trabajo como única forma factible de sobrevivir al dolor y al tiempo.

He vivido de las palabras, en ellas, soy un turista que viaja entre lenguas distintas igual que de un país a otro, imagino personajes de una nacionalidad cualquiera e invento para ellos una biografía y una conversación, transformo un hilo continuo de palabras susurradas a través de los auriculares de una cabina de traducción de una lengua a otra, absorto, ajeno, alejado de todas ellas, indiferente, ignorando la tentación encender un cigarrillo. Diluyo el tedio de los días en la tensión producida por el miedo, la sensación incombustible de caminar al borde del precipicio, de rozar la frontera que divide el acierto del fracaso, la supervivencia del vacío.

Remuevo mi memoria buscando recuerdos propios o ajenos para contarle a Nadia igual que remuevo las fotografías guardadas durante décadas en ese baúl que Ramiro Retratista regaló al comandante Galaz hace tantos años, aquel donde guardaba una copia de cada fotografía hecha por Ramiro y donde encuentro caras que conocí en mi infancia y que creía haber olvidado junto a otras que no llegué a ver nunca o que conocí cuando la vejez las había convertido en un resumen de lo que fueran décadas antes. Observo el grabado del jinete polaco y quisiera poder mirar a través de los ojos que lo han visto desde que un día un joven y apuesto comandante de las milicias de la República lo comprara en una tienda anticuaria para después colgarlo en su habitación del cuartel, llevándolo consigo de un lado para otro, de un país a otro, hasta que finalmente se convirtiera en parte de las escasas pertenencias de un anciano fallecido en una residencia de New Jersey.

En un susurro que niega toda posibilidad de silencio le he contado a Nadia cuanto recuerdo haber vivido y cuanto me legaron mi madre, mi abuela Leonor y mi abuelo Manuel, incluso los recuerdos que me llegaron a través de ellos de mi bisabuelo Pedro Expósito, quien se sentaba cada día junto a su perro en el escalón de la entrada de la casa y veía pasar cada tarde a aquel hombre, ya solo quedamos dos y Don Mercurio, decía este, hasta que Don Mercurio murió y poco después aquel hombre también, y la tristeza unida a la vejez acabaron llevándose a mi bisabuelo, que tras esto se había vuelto más hosco y silencioso que de costumbre, último superviviente en Mágina de la guerra de Cuba, muchos años antes de que yo naciera. Le hablaría del médico joven que llega a Mágina y poco tiempo después una noche de carnaval es raptado y llevado a una casa señorial para asistir un parto, de la mujer incorrupta aparecida en los sótanos de la Casa de las Torres, de la Macanca y su siniestro cochero, de aquel inspector de policía llamado Florencio Pérez, siempre absorto buscando ese verso perfecto mientras observaba tras la ventana de su despacho en la comisaría a haraganes despreocupados tomando el sol invernal en la plaza del General Orduña, y cuyo hijo melenudo se dejó llevar por la mala vida y las faldas cortas; del reputado médico Don Mercurio que vivió más de cien años, del ciego Domingo Gonzalez a quien alguien aplicó una dosis de su propia justicia una mañana cerca del río hace muchos años, dejándole ciego, permaneciendo hasta su muerte en la oscuridad absoluta y con la promesa siempre presente de que aquel hombre regresaría algún día para matarlo y terminar lo que había empezado.




Quiero que lo sepa todo de mi y solo sé callarme cuando es ella quien empieza a hablarme o cuando el deseo nos envuelve y nos abandona el uno al otro como dos cuerpos que necesitan fundirse en uno para sentirse vivos. Indago como una necesidad para saber qué fue su vida, conocer los caminos que formaron su pasado hasta conducirla al lugar donde yo debía encontrarla, escuchar los recuerdos que conserva de aquella época en la que permaneció en Mágina con su padre y conoció a aquel profesor, el Práxis, y se cruzó conmigo en alguna ocasión, como aquel día que tuve que ir al Mercado a vender en puesto de mi padre y ella pasó por allí, dos seres que se cruzan entre la gente, una mirada descuidada a los ojos y cada uno continuando su camino, incapaces de advertir lo que nos depararía la vida años más tarde, cuando aún no sabía hasta qué extremo me importaría esa vida, importancia que me sirve para poner precio a la mía propia.

Sentados en el suelo miramos fotografías sin orden ni prisa, tratando de asignar una historia y una biografía a cada uno de los rostros que aparecían en blanco y negro ante nosotros. Leímos en voz alta citas sueltas de aquella Biblia protestante que perteneció a Don Mercurio y que también venía en el baúl. Ponme como un sello sobre tu corazón, como un signo sobre tu brazo; porque fuerte es, como la muerte, el amor; duro, como el sepulcro, el celo; sus brasas, brasas de fuego, llama fuerte. Las muchas aguas no podrán apagar el amor ni los ríos lo cubrirán. Quiero conocerlo todo de ella, desde el tacto y el sabor de su piel en el más íntimo rincón hasta el menor de sus miedos infantiles, saber si conoció la frustración y el tedio, el dolor, la felicidad, de qué manera ha aprendido ella a ver el mundo, saber qué pasó en esa larga noche que ella recuerda y yo no, esa noche de veinte años atrás que empieza mientras persigo muerto de celos a Marina y a su amigo y que termina en el escalón de la entrada de mi casa poco antes del amanecer.

He pretendido hacerla partícipe de cada uno de mis sueños de infancia, de los miedos que me imbuían las sombras en los atardeceres y la admiración y la extrañeza ante tantas y tantas palabras escuchadas de niño a los adultos que escapaban a mi entendimiento, que escuchase todas las canciones de Jim Morrison, de Lou Reed, de los Doors, de Jimi Hendrix, de los Rollings y de tantos otros que ahora deambulan por mi cabeza y que le dieron sentido a una época, que oía acodado en la barra del Martos junto a Serrano y Martín y un Felix que parecía estar allí pero con la cabeza en otra parte. Del sueño que parecía inalcanzable de hacer un día el equipaje y dejar atrás Mágina para no regresar nunca. Incluso de la noche en que unos faros me cegaron y estuve a punto de morir y no volver a verte nunca más, mientras el mundo seguía su curso como si yo nunca hubiera existido.

Un día habría de retornar a Mágina, tras los quince días más intensos y dignos de recuerdo que probablemente haya vivido nunca, cuando recién llegado a Bruselas sé por el contestador que días atrás ha muerto mi abuela Leonor. No sufrió nada, debió ser como quedarse dormida, me contaba mi padre camino de Mágina cuando fue a recogerme a la estación de ferrocarril. Vuelvo a Mágina tantos años después y encuentro todo tan cambiado que pienso que preferiría no mirar, no manchar el recuerdo de hace veinte años con el de calles sin árboles y llenas de coches y ruido, fuentes en las que antaño manaban tres caños de los que ahora solo queda uno, la huerta en la que tanto trabajé de joven junto a mi padre y que encuentro cubierta de maleza. Fue entonces cuando conocí la verdadera historia de la mujer que había aparecido emparedada en la Casa de las Torres, cuando un viejo llamado Julian, ayudante de Don Mercurio y taxista más tarde, armado de toda la dignidad que es posible mantener en una residencia para ancianos, me desveló los entresijos que habían dado tanto que hablar durante décadas acerca de aquella mujer momificada.

Solo pude mirar la ciudad de otra forma el día en que ella llegó a Mágina y juntos recorrimos los rincones que ambos conocimos por separado, mirando la ciudad no a través de mis ojos, sino de los suyos tal vez, después de habernos entregado a un deseo reprimido durante el plazo intolerable de dos semanas en la habitación que para ella reservé en el Parador. Así pudimos ver de nuevo, tanto tiempo después, la escalinata del Ayuntamiento en la que el comandante Galaz anunció ante el alcalde y el pueblo que la guarnición de Mágina se mantiene fiel a la República, al joven y chulesco Carnicerito, yendo y viniendo en su Mercedes blanco acompañado de aquella rubia con la que en alguna ocasión le vimos en la terraza del Monterrey, al insigne reporter de Singladura a la par que dependiente de El Sistema Métrico, Lorencito Quesada, corriendo de un lado para otro. Calles y edificios y fuentes y estatuas que vagamente se asemejan al recuerdo pero cuyas piedras siguen ahí, testigos de la historia, del nacimiento y la muerte de tantos y tantos habitantes de esta ciudad, signos que ya aparecían en fotografías anteriores a que yo naciera y que aún perduran, y que probablemente sigan ahí mucho después cuando yo ya no exista.

Algunos libros no deberían terminar nunca.

Este texto está dedicado a Antonio Muñoz Molina, quien supo dar vida a ese libro titulado El jinete polaco, mezclando memoria, imaginación y biografías hasta dar como resultado esa hermosa y bien tramada historia que mereciera en 1991 el Premio Planeta, cuyas palabras han dado un poco más de forma y significado a lo que he sido, a lo que soy y a lo que me gustaría ser, y a quien debo tantas horas de felicidad traducidas en la lectura de esta y otras obras suyas, así como la gran noche de un octubre que quedará para siempre en mi memoria por la oportunidad que tuve de conocerle en persona y charlar con él durante unos minutos que siempre me parecerán tan breves como irreales pero cuya existencia puedo probarme a mi mismo con solo abrir el libro por una de las primeras páginas y leer las palabras selladas con su rúbrica que tuvo a bien dedicarnos. También lo dedico al maestro Ferreíro, hombre de bien que me honra con su amistad desde hace más de un lustro, que acabó cediendo a mi insistencia, haciéndose con un ejemplar y leyéndolo, arrastrándome a mi en ello a esa relectura que llevaba prometiéndome desde que lo leí por primera vez hace años.

4 comentarios:

  1. He visto: Mágina, traductor simultáneo y Nadia y he dejado de leer por aquello de no descubrir la historia antes de tiempo.

    Prometo leerlo en condiciones cuando acabe el libro, de el que, por cierto, me está costando aprenderme el nombre de los personajes y tiendo a mezclaros, curiosa sensación que solo me ocurrió con Cien años de soledad.

    Saludos.

    ResponderEliminar
  2. Impresionante resumen del libro. Muchas gracias por la dedicatoria y por el día tan bueno que pasamos descubriendo todos estos lugares que mencionas.

    ResponderEliminar
  3. Gracias a tí. Te debo esa lectura y por supuesto la grata compañía mientras recorríamos Mágina al encuentro de los infinitos rincones que forman parte del libro.

    Maia, creo que no desvelo nada realmente importante, y nadie mejor que el receptor de mi agradecimiento puede aseverarlo. En cualquier caso, y asignando a este texto un mérito que quizá no tenga, probablemente lo disfrutes y valores más una vez que hayas terminado el libro.

    Un abrazo y cuidaos mucho.

    ResponderEliminar
  4. Como lo prometido es deuda he vuelto, casi un mes después, a leer este fragmento que tenía pendiente.

    Gracias por recomendar a Andrés este libro y porque gracias a él llegó a mí. Ya no se escriben historias como las de antes, hubiera dicho mi abuela.

    ResponderEliminar