viernes, 23 de septiembre de 2011

Un veintitrés de Septiembre

Madrugada de un veintitrés de Septiembre que se pierde en el tiempo. Brisa engañosa que invita a pensar cercano un frío otoñal aún improbable, pero que me hace entrar en el coche mientras espero, en esa marca horaria maldecida por muchos de las seis de la mañana, al borde de un amanecer cada día más tardío. He conducido bajo un cielo estrellado por carreteras casi desiertas, tratando de huir de ese sopor derivado de una noche demasiado corta, un rostro desconocido que se mira al espejo a las cuatro y media de la mañana, que se arregla y dirige hasta el garaje como un autómata, que guía el coche entre dos líneas que parecen juntarse en el horizonte y percibe el entorno como una irrealidad no mitigada por el excesivo volumen de la radio.

Minutos interminables de espera, de esa espera única y singular justificada como ninguna otra por la cercanía del deseo, como en los instantes previos en los que se intuye con certeza la proximidad de unos labios, la suavidad imposible de medir de una caricia esperada, el aroma de un cuerpo ajeno que se adivina como propio el tiempo necesario como para redimirse de todos y cada uno de los errores cometidos o imaginados.

Temiendo quedarme dormido salgo del coche y doy unos pasos sin rumbo. Mi presencia rompe la soledad de una estación de tren de nombre hipotético y casi tan olvidada como los personajes que un día fuimos, andenes vacíos sembrados por una hilera de farolas de un triste amarillo que solo supe embellecer para el recuerdo por la proximidad aún invisible del tren hotel que te traería hasta mi.

Los altavoces gritan al vacío la llegada un tren, y mis ansias por verte aumentan exponencialmente del mismo modo que todos mis miedos, se habrá equivocado de tren o no habrá llegado a tiempo para cogerlo, o tal vez ese que se aproxima entre los olivares más allá de las últimas casas no es que mismo que me ha traído aquí, y esa larga fila de luces pasará de largo sin dejarme verte. Al fin el interminable convoy se detiene por completo, y mi angustia aumenta al no ver bajar a nadie, una eternidad de segundos rota por fin cuando aprecio una figura al final del andén que avanza seguida de una maleta, juegos de luces y sombras bajo las farolas que me descubren un rostro somnoliento y casi olvidado, como si hubieran transcurrido años en lugar de semanas desde la última vez que te vi. Habías vuelto.

Si lo peor del amor es reconocerle siempre un final cruelmente definido, su virtud es la ebria lucidez con la que invita a devorar cada instante mientras este perdura. Del mismo modo en que yo aún ignoraba el peso de la mentira que me nutría, durante escasos días jugué a perseguir esa felicidad abstracta y desmedida, carente de todas y cada una de las consideraciones que tiempo después tendría ocasión de analizar inútilmente. Jugué con su piel, me perdí en sus ojos, mordí con desesperación insaciable su cuello, sentí el pulso de su corazón en su pecho y más abajo de su vientre, allá donde el dolor se transforma en vida, apasionado, enfervorecido aún cuando ya intuía que cuanto me rodeaba era como el decorado de una película del oeste cuyo rodaje estaba próximo a concluir.

No fue tan siquiera necesario que llegara ese lunes gris que constituye buena parte de la esencia de los miedos del mundo moderno, para que fuéramos conscientes de que todo el encanto se había roto y era tan necesario como inevitable colocar toda una tierra de por medio, aumentando la distancia entre ambos hasta ese absoluto donde no alcanzan ni los transportes, ni el correo postal, ni el teléfono, ni tan siquiera la red. Esa distancia en la cual la mayor cercanía implica la inexistencia del otro. El último fin en vida de todos los finales posibles.

1 comentario:

  1. Que bonita y desesperante a la vez es la espera. Maldita y bendita la distancia, pues le da mágia al abrazo que con fuerza y pasión te rodea el cuerpo mientras piensas que sin duda ha merecido la pena la espera y la merecerá siempre. Siempre. Siempre.

    Aquellas personas que no han tenido pareja en la distancia no pueden saber de esto, pero juro que es una sensación infinitamente bella. Y eso qu

    Me ha encantao esta entrada, pues me ha recordao aquellos momentos. Gracias. Añade también esto al brindis.e puede a veces desesperar y desespera.

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