jueves, 19 de enero de 2012

La muerte desde dentro

El chasquido de las tijeras da paso a la conversación, peluquería de barrio, corte para caballeros, atendida por cuatro mujeres. Pronto las palabras derivan hacia el reciente entierro, ayer tarde mismo, poco más de cincuenta años de vida cortado en menos de quince días. El tumor estaba tan extendido, cuenta la mujer, que no pudieron hacer nada al encontrarlo. Cuando empezó a manifestarse fue demasiado tarde.

En boca de otra compañera aparece un caso similar. Su padre también falleció de cáncer, y ni la quimioterapia ni la cirugía sirvieron para nada durante el mes que vivió padeciéndolo. Una tercera mujer apunta: esta mañana han operado de un tumor en el pecho a una conocida mía.

A pesar de la desgracia que suponen ambos fallecimientos, casi pueden sentirse afortunados, añado. Por ellos, así como para sus familiares y amigos, pues el letargo se redujo a periodos que, aunque interminables hasta que concluyen, se saldaron en tiempos más que razonablemente cortos.

Todo el mundo se ha visto tocado por el cáncer y conoce más o menos de cerca lo que significa ver apagarse a un ser humano, comprobar cómo poco a poco una parte de su cuerpo se revuelve contra el resto y acaba exterminándolo en esa absurda contradicción de la vida.

Para mi, el caso más reciente y cercano aún tiene nombre y apellidos, aunque de nada le sirven, pues yace postrado desde hace más de tres meses en una cama de hospital, inerte, transformado en una mezcla entre vegetal y niño de pocos meses. Hace más de medio año que los síntomas hicieron acto de presencia. La quimiotérapia, lejos de lograr una mejoría, le llevó en octubre al coma para, semanas más tarde, despertar y estancarse en un estado del que probablemente solo le saque la muerte. Un nombre de mediana edad, sano, trabajador. Un hombre que dejará algún día a una esposa y dos hijos de menos de seis años. Aunque tal vez ya los ha dejado.

Por un momento el color y la luminosidad de la peluquería se tornan opacos. Un leve escalofrío llega acompañado de una idea nada agradable: cualquiera de estas mujeres al igual que yo mismo contamos con la ignorada posibilidad de poseer en este instante el casi invisible principio de la autodestrucción. Una sola célula, una entre millones, con las condiciones apropiadas y mucho mal genio, es más que suficiente para hacer que un tejido, un órgano, todo un cuerpo, se vuelva contra sí mismo.

Minutos después, camino de casa, admiro las nubes que coronan la nieve en las estribaciones de la sierra y pienso que no sería justo darle a esa célula el placer la entrega incondicional. Podría resultar que al final gane la partida y me lleve a mi o me arranque a un ser querido, pero llegado el caso pelearé. No voy a ponérselo fácil.

Esa conversación, razono, aporta un gramo más de validez al consejo de un gran amigo cuya vida, a causa de otra enfermedad, no está resultando nada fácil: cada mañana, al despertar, me alegraré y daré gracias porque, un día más, la vida siga su curso y podemos contarlo. Mientras hay vida siempre hay esperanza.



Dedicado a Francisco, a Bartolomé, a quienes hacen que pensar en rendirse sea imperdonable.


En memoria de quienes quienes ya no pueden contarlo.




2 comentarios:

  1. Creo que este relato es como la espada de Damocles sobre nuestras cabezas. Nadie está exento de pasar por ahí, pero lo mismo la vida hace excepciones o la suerte de la ruleta se para en el rojo impar y pasa...
    Me he identificado mucho con esta entrada, porque he tenido varios casos muy cercanos, y coo he dicho antes mi papeleta está en ese bombo. Por eso mientras vive, me toca vivir.

    Un abrazo.

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  2. La vida parece una tombola en la que compras boletos y sabes que te vas a emcontrar. Desgraciadamente situaciones como estas las vivimos cada dia más.Peero es lo que ahí , mejor vivir el dia a dia intentando ser feliz.
    Un abrazo Corzo.

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