miércoles, 1 de agosto de 2012

País en llamas

No se trata del título de una novela, ni de una película. No hace referencia al hecho de que, un verano más, los espacios verdes de esta tierra se conviertan en pasto del fuego, aunque podría. Mucho menos se refiere a la estrambótica exaltación que nos invade cada vez que en algún deporte dejamos la firma mientras con los dedos índice y corazón formamos una V. Ni tan siquiera habla de la ola de calor que, una vez más, arrasa esta tierra. Hemos tardado décadas, siglos incluso en algunos aspectos, en construir una sociedad a la que sin sonrojo podíamos tildar de civilizada, de culta, de avanzada incluso, tanto en lo social, lo político y lo económico.  

Pero han conseguido que todo ello acabe entre las llamas. 

Cuando la palabra España salta a la palestra, nacional e internacional, la reacción más habitual e instintiva es echarse a temblar, solo que mientras que unos lo hacen por el miedo a otros les da por la risa, sobre todo ahí fuera, mientras miran hacia este país como quien asiste a una corrida de toros. O tal vez como cuando alguien pisa un hormiguero y sobran pies donde falta orden. 
 
Risa o miedo. Cuesta decidirse. Hace unos días tuvieron a bien dejarme en el buzón publicidad de una promoción de viviendas en una urbanización de ese mamotreto hormigonado en que están convirtiendo la costa almeriense, como tantas otras. En el folleto se enorgullecen del ofertón: hasta un 60% de descuento sobre el coste de venta inicial —que ya nadie se anima a pagar—, de manera que pasamos de 229.600 euros a la tampoco despreciable cifra de 92.600. Al pensar que a este último valor aún le debe quedar un margen de beneficio sobre el coste real de la vivienda modelo, automáticamente salta la pregunta: tan solo en esa promoción, ¿a cuánta gente ha tomado por gilipollas ese corralito de promotores, constructores y bancos?  Lo que es peor: ¿a cuánta gente en todo el país?

Claro, vivíamos por encima de nuestras posibilidades. Es inevitable que ahora tengamos que expiar todas y cada una de nuestras culpas, intereses incluidos. 

Cómo lo hemos permitido. Cómo lo permitimos aún. Por qué nadie alza la voz y obliga, por las buenas o por las malas —único sistema que al final parece funcionar en este estúpido país—, a que cada producto y cada servicio que se presta tenga un límite de beneficio, que nadie pueda engordar el precio de una casa de la misma manera que no se hace con el de una barra de pan. 

Vivíamos por encima de nuestras posibilidades. Incluso tuvimos la mala sangre de pretender estudiar a pesar de no contar con medios suficientes, o de querer pasar por quirófano si la vida te conducía a ello, plato que desde luego no gusta a nadie pero a veces resulta obligado. También hemos querido tener medios de transporte público que fueran eficientes y cómodos, como hemos querido disponer de infraestructuras y servicios que ayudaran al desarrollo común. Cuantas paparruchas, vicios de rico.  

Nos entregamos con esmero a tantos vicios, que vamos a estarlo pagando durante años. Igual que pagábamos esas hipotecas que parecían una apuesta sobre seguro. Aunque, bien mirado, lo eran. Lo son. El único problema es el lugar de la mesa desde el cual se lee el contrato. A nadie se le ocurrió algo que ahora todo el mundo conoce, la dación en pago, o la perra y lógica conclusión de no seguir pagando un bien del que ya no se dispone. Es más, apelando a la justicia, ¿no sería lo justo que el banco devolviera al cliente aquello que ya ha pagado por la vivienda? Uno tendría su casa y el otro su dinero. Como si nada hubiera pasado. Vuelta a empezar.  

Pero claro, la banca
siempre gana. Siempre se le deja ganar.  Pero por fortuna, estamos salvados.

Tenemos a un gobierno
fuerte, que lucha ahí fuera para demostrar la validez de eso que han dado en llamar la marca España y aquí dentro se preocupa de minimizar al máximo los efectos del trapicheo de los mercados y del descalabro del ladrillo, con un plan claro, una serie de objetivos definidos en la forma y el tiempo; un mal trago ahora y en dos años, ni un día más, todos felices. Sin sustos ni sorpresas. Solo organización y una dosis de duro trabajo por parte de todos, de arriba abajo. Ah, no, perdón. Me he equivocado de país. Ya son unos cuantos quienes vociferaban contra el simplón que tuvimos como presidente hasta hace un tiempo, y ahora le echan de menos. Era un paleto que negó la crisis hasta que el fango nos llegó por la cintura, piensan, pero eran muchos aún quienes por entonces tenían trabajo y todo eso, antes de que a base de miedos, incertidumbre e impuestos terminaran de cepillarse ese invento que nos ha mantenido en marcha hasta ahora: el consumo. 

Luego está esa otra
palabra que muchos desconocían y que ahora definen con precisión de diccionario: déficit. Déficit presupuestario. Déficit público. Déficit de ideas. Déficit de mentes críticas. Nos falta de todo lo que más falta hace ahora mismo. En una jugada digna del mejor trilero de las Ramblas, el anterior gobierno se largó dejando tras de sí un agujero monumental, nada de cuentas a cero: me cepillo todo lo que recaudo y algunos millones de euros más. Y esto para el autobús. Bambi se fue y llegó ese tipo de la guadaña, pensando aquello de esta es la mía: el contexto perfecto para bajar de la nube a toda esta gente malacostumbrada por tantos derechos y libertades.

Frau Merkel se apuntó a la fiesta, se frotó las manos y puso cara de mala de película —ni tan siquiera es guapa, maldita sea— antes de decir aquello de no se preocupen señores: les prestaremos dinero, pero ya nos encargaremos de cobrarlo. Bendito sea aquel a quien se le ocurrió ese dicho popular, hacer leña del árbol caído; mejor eso a dejar que se pudra tumbado en el suelo. Y nuestro presi, como alumno fiel y concienzudo que además cobrará lo mismo cada mes pase lo que pase, afiló las tijeras y se puso manos a la obra, haciendo oídos sordos una vez más a lo que le dicta el pueblo que le da de comer —¿a que no le suena a nadie?—.
 
Y más recientemente llegó su discípulo Montoro y tras poner el huevo de la amnistía fiscal presentó su solución final: IVA para todos, y que no pare la fiesta. Verás como grabando más el consumo despertamos al país y les damos candela a todos aquellos que juegan a lo de ¿con IVA o sin IVA? Perdóneme caballero, pero usted no es menos imbécil que el resto. ¿Se ha parado a pensar que todo el mundo tiene que comer cada día y que lo va a hacer declarando o sin declarar, “con IVA o sin IVA”?

Para colmo, hay que asistir de forma cada vez más frecuente a ese golpe de frustración que supone saber que no disponemos de una guillotina en cada plaza, mientras de manera cada vez más frecuente surge un tal Urdangarin, un Camps, un Fabra, un Dívar…, que como manda la tradición da la vuelta al ruedo, saluda y sale por la puerta grande, indemnización incluida. Y arriba España y olé.

Mientras tanto, ese tal Garzón complicándose la vida y complicándosela a otros; con lo fácil que hubiera sido callar y aprovechar la posición para trincar, como manda el puesto. Porque para qué si no se han inventado los puestos de responsabilidad. Quien habló de puestos de altura sabía lo que decía: en las alturas nadie puede ver lo que haces, mientras tú controlas cuanto ocurre por debajo. Tal perfección en sí misma es digna de premio Nobel. El pueblo puede exigir cuanto quiera, puede rogar, cabrearse… pero resulta que la llave está en manos de quien tiene el poder de, entre otras cosas, definir y delimitar su poder, y quedaría feo serrarle un pie a la silla sobre la que uno se sienta. 

Visto así, a quién no le apetece entonces mandar una temporada.

Siempre nos queda el recurso del desvío de atención, tan útil y tan fácil de emplear en una tierra donde soltar un simple buh! en mitad de un puñado de personas es suficiente para que estos se alteren y se saquen los ojos. Eso debió pensar Gallardón cuando ideó recientemente esa nueva concepción suya sobre algo que ni le compete como político ni como hombre: se deberá permitir el aborto cuando yo lo diga, que va a ser casi nunca. Por mis cojones.  Y con el aplauso de la derecha más conservadora. Señor Gallardón, tanto usted como yo estamos sobrando en esta cuestión por nuestra condición masculina. A partir de ahí, en lo que como tal solo aspira a ser una opinión, decir que resulta de juzgado pertenecer a un grupo político que pretende reducir los servicios públicos a algo simbólico y afirmar que todo ser humano una vez concebido, por grave que sea la malformación que pueda tener, goza de la obligación por parte de los padres de ser traído al mundo. Oiga, ¿y con qué recursos podrá ser cuidado cuando se trate de una familia de escaso presupuesto? ¿Lo pondrá usted de su propio bolsillo? La última palabra ha de ser la de la mujer en cuyo vientre se está formando ese ser humano. Punto final.

Desvío de atención. Cortina de humo. La cuestión es distraer al personal para que tenga algo en que entretenerse. Así el hambre duele menos y parece más pequeño el agujero dejado por el constante desfalco de políticos, enchufados y correveidiles. El sistema funciona.

Cuánto se ignora, me
pregunto. Cuántas cosas están sucediendo ahora mismo, y tal vez no sean destapadas nunca. A cuánta gente se cruza uno por la calle que esconda tras un rostro normal y corriente varias toneladas de trapos sucios. Cuántas medias verdades y cuantas mentiras completas se nos venden como el Padre Nuestro por todas partes.

Claro, nos miran desde el exterior y se parten de risa, dis espaniards ar estiupids. Por lo menos. La prima que sube, la bolsa que baja —cómo puede influir tanto en el país si la mayor parte del dinero que pasa por ahí duerme de Suiza para arriba…— y los puestos de trabajo que peligran, con cada día más españoles sin nada que llevarse a la boca mientras otros tantos pasan por las oficinas de la Policía para encargar un pasaporte. Para estar mal aquí, mejor probar otra cosa.

La cuerda se está tensando. El ser humano tiene límites, a menudo definidos por la presión o las carencias a las que bajo determinadas circunstancias puedan verse forzados. Si el barniz de civilización que recubre a las personas se sigue desgastando y continuamos alimentando el maldito odio inherente a esta tierra, nos podemos llevar una seria sorpresa. Sálvese el que pueda.

La torre de Babel se desploma. Nadie lo ve. Todos lo saben.

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