miércoles, 14 de noviembre de 2012

Vidas. Basado en una historia irreal

Cierto día, hace mucho tiempo, una lumbrera como no había conocido la historia desde la muerte de Descartes tuvo una idea maravillosa: si subo el precio de un artículo le sacaría mayor beneficio, pero el comprador quizá opte por marcharse a comprarlo en otro lugar donde este cueste menos. Aunque… ¿y si se tratara de un bien de primera necesidad? 

Más mentes pensantes se pusieron en marcha, y una de ellas llegó a la conclusión de que no había bien más imprescindible que un lugar donde vivir. Señores, ha llegado la hora de darle un empujoncito a los precios de las viviendas. Muchas más mentes pensantes se unieron al asunto atraídos por el olor de la carne fresca. A unos les llamaron constructores; a otros, promotores; otros eran conocidos como inmobiliarias. Y, guardando el corral, el más importante de todos: el banco.

Porque, claro, pensaron, el banco ha de ser una pieza clave: si subimos el precio de la vivienda habrá mucha gente que no pueda pagarla y entonces se marchará a otra parte en busca de ese producto inevitablemente más económico. Podemos redondear la jugada: el cliente quiere una vivienda, el vendedor y el banco quieren el dinero del cliente; el vendedor, lo que ha “estimado juiciosamente” que vale la vivienda. El banco, mucho más honesto y justo que el anterior, se conforma con un pequeño porcentaje a modo de intereses.

El cliente ha firmado su condena, aunque en el banco, siempre tan aficionado a los juegos de palabras, prefiere denominarlo hipoteca. Y así, el comprador empieza a destinar buena parte del sudor de su frente a cubrir esa engañifa, tan feliz sin embargo al pensar que está luchando por algo que, poco a poco, es suyo.

Otras mentes pensantes —la idea ha corrido como la pólvora, qué tendrá el dinero— han copiado la idea. Qué más NECESITA la gente, se preguntan. Necesitan electricidad, aporta uno. Y agua, dicta otro. Y combustibles para sus coches, sus calefacciones, sus cocinas, comenta el del turbante. Y medicinas, insinúa un tipo con bata blanca. Pues, señores, manos a la obra: tenemos unos precios que pactar y subir por el bien del mercado, la competitividad, la economía global y… Bueno, ya se nos irán ocurriendo más excusas.

Han pasado dieciocho años desde que el cliente entró en su casa por primera vez, y desde entonces no ha fallado ni un solo mes al pago de su hipoteca. Para ello no ha tenido que realizar grandes sacrificios. Basta organizarse y dedicar doce horas diarias a traer dinero a casa, entre el desplazamiento y el trabajo. También ha ido descubriendo un lado de sí mismo que creía no tener: el de la ambición.

Descubrió esto poco a poco. Tan lentamente, que no se dio cuenta hasta que trabajó sin tregua tres semanas seguidas sin descanso. Son tantos los gastos —se excusaba—: la hipoteca, la letra del coche, las facturas de casa, el colegio de los niños, alimentación, vestimenta… Su esposa, a la que cada día conocía un poco menos y empezaba a identificar sólo como esa fuente de calor que cada noche encontraba en el lado derecho de la cama, seguía un ritmo de vida parecido. Todo sea por pagar pronto la casa y demás y después a vivir tranquilos, pensaba ella. ¿Tranquilos? 

Pasan dos años más. Los dueños del mundo, esos que hace 3000 años eran representados como figuras divinas en un lejano Olimpo y que hoy pueden verse repartidos en las bolsas, entidades financieras, dirección de multinacionales…, se aburren en sus aposentos y deciden dar una palmada y espantar a las liebres que campan juguetonamente por los campos, bajo la etiqueta de inversores. El mundo se desploma. 

Cómodamente instalado se halla nuestro personaje en su vivienda. Sólo me faltan diez años más de hipoteca y los pagaré sin problema, piensa. Un año después, el paro ha pasado a quitar el sueño a una porción demasiado importante de la población. Y un día cualquiera, le toca a nuestro hombre. Pronto encontraré otro trabajo, tenemos ahorros y además mi esposa sigue trabajando, piensa. Pero ella también se queda sin trabajo un año más tarde. Lo que se presentaba como una gloriosa madurez serena empieza a coger tintes de túnel del terror.

Y dos años más tarde, a seis de completar el pago de la deuda y tras haber entregado su vida, su juventud y sus fuerzas, convertidos para el sistema en máquinas de hacer y gastar dinero, los nombres de ambos, marido y mujer, entran a las listas de morosos por impago de su hipoteca. Como la ley es justa, desde Europa entregan dinero… a la entidad, pues la pobre anda escasa de liquidez —too big to fall, que dirían al otro lado de charco—. El desgraciado matrimonio observa la jugada estupefacto, viendo como el dinero cae en el banco en lugar de haber sido repartido entre quienes tienen deudas, de manera que puedan saldarlas y, ¡en efecto!, el dinero acabe en el banco de una forma u otra. 

Y es que, claro, al trile no hay quien gane a un entrenado banquero: señor deudor, abandone por favor MI casa, pues si no me paga, ya no es suya, y yo me quedaré con la vivienda, con esos miles de euros que me han ido entregando religiosamente —aún recuerdo cuando empezaron ustedes, pagando 60.000 pesetillas de nada; qué tiempos aquellos—, y por supuesto seguirán pagándome hasta que salden su deuda. ¿Que no tienen trabajo ni un lugar donde vivir? Ah, pues yo sí. Así que ese no es mi problema.

Un año más tarde, con el matrimonio desecho y sin perspectivas de ningún tipo —ella y los dos hijos se marcharon al pueblo con un pariente—, el afanado trabajador y fiel cumplidor de sus obligaciones deambula por las calles, entregado al alcohol para olvidar el profundo odio que el sistema —construido con su colaboración, se lamenta ahora— le inspira. Muchas noches duerme en un cajero como esos a los que acudía media docena de veces al mes para sacar dinero. No tiene nada, y lo poco que va sacando de la mendicidad se lo bebe en pocas horas. Nunca es tarde para dejar la abstinencia.

Y así seguirá, demacrado y sumido en la desesperanza, hasta que un día, un día cualquiera como ese otro en el que una lumbrera decidió vender por veinte lo que valía cinco, nuestro personaje decide acabar con lo único que le queda, su vida, arrollado por un camión minutos después de haber dado una monumental paliza y haber dejado atado de pies y manos, en el mismo cajero en el que ha pasado la noche, al director de la sucursal.

No tienes más culpa que tantos otros, piensa, pero has querido venir temprano a la oficina en esta mañana en la que tenía los cables más cruzados que de costumbre. Cuando te veas como yo, me entenderás.

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