lunes, 14 de octubre de 2013

Octubre verdadero

Hay robinsones perdidos en islas desiertas como los hay que hacen de la pérdida una necesidad, que se dejan arrastrar por el vago impulso de la huida y toman el primer autobús o el primer tren con destino a cualquier parte, allá donde baste lo desconocido para sentirse como en casa, donde no ser más que un individuo entre tantos, sin nombre ni biografía ni hogar ni destino, provisional e indeterminado.

Apenas ha entrado la mañana del domingo cuando pongo el pie en una ciudad entre tantas, tan cercana y distinta a un tiempo. Nada más bajar del autobús me sorprende la certeza de un otoño real, de una brisa tan débil como fría que torna agradable el mismo sol que ayer en otra parte aún quemaba. Pasos sin rumbo, con la certeza de que acabaré encontrando precisamente todo aquello que no busco.

Desde la calle una cristalera revela un interior de sillas y mesas de madera que me seduce al instante, arropado por el aroma a café y bollería recién horneada que brota como un señuelo por la puerta del local. Cualquier buen Robinson padece dos debilidades tan inherentes que resultan imposibles de aprender, las mesas de madera contiguas a los ventanales de los cafés que aún merecen serlo y las mujeres fatales entregadas en solitario al oficio de la lectura. Desayuno alternando la taza café con La huella de unas palabras, una antología de Muñoz Molina, mirando de vez en cuando la calle en ese estado de ebriedad literaria que lleva a diluir la propia vida entre todas las posibles biografías de tantos personajes. Por unas horas no sé quien soy, y seré ese personaje que como buen Robinson me apetezca ser.

De nuevo por las calles, siento erizárseme el vello en los brazos cuando una ráfaga de viento frío amparado por el gris de una nube me cala hasta los huesos. Uno había olvidado el viejo placer casi masoquista del frío excesivo, como contraposición a los letales veranos del sur.

Divago y camino, pensando con desconsuelo en lo poco que se parecerá el Café Mercantil, si alguna terminan de remodelarlo, al que hace un siglo conociera Antonio Machado. Una voz me devuelve por un momento al mundo por el que camino. Al volverme, una mujer mayor arranca una conversación al estilo, tan propio de otro tiempo, de la gente capaz de hablarse sin motivo. A los pies de un viejo monasterio restaurado me habla de la aparición de la Virgen en un pueblo de Santander, de las pruebas que Dios pone a los suyos, de un cercano Apocalipsis, cuya mención me lleva sin remedio a recordar a Paco Rabal en Así en el cielo como en la tierra.

Más pasos. La tranquilidad de una estrecha calle de casas bajas que invita a un vecino a dejar su coche abierto y en marcha mientras acude al Estanco se torna en sobresalto unos segundos después, unos metros más adelante, cuando una joven que camina más rápido que yo se detiene cuando ambos vamos a la misma altura, sorprendida por la aparición desde los bajos de un coche aparcado de un enorme gato negro, idéntico al detalle al viejo Jose Alfredo que un día desapareciera de casa, se rumorea que entregado a la busca de nuevos y arrebatadores amoríos. 

Con la misma pereza de la que antaño hiciera gala Jose Alfredo, alterno el paseo bajo el sol con ratos de lectura a la sombra en algún banco de la plaza. Como los robinsones huidos en lejanas ciudades extrañas también sufren del padecimiento del hambre, pasadas las dos de la tarde me dejo caer por el restaurante del Nuevo Casino. Allí encuentro una generosa mesa donde continuar la lectura entre plato y plato, un museo antropológico viviente a cuya observación dedicarme, un menú a precio razonable que satisface con creces mi apetito. A mi lado, uno de esos matrimonios respetables y bien avenidos a cuyos miembros uno aspira a no parecerse nunca diluyen la rutina del domingo. Apenas cruzan alguna palabra, pienso con desconsuelo, más entretenidos en sus complementos digitales que en la compañía.

De nuevo en la calle, un gato me saluda a los pies del Machado congelado en el tiempo, consagrado como otros quisiéramos a la exclusiva e inagotable tarea de la lectura. Encamino mis pasos hacia la catedral, disfrutando del tenue sol de medio día. Oigo fragmentos de una conversación donde se debate con desconsuelo la desgracia de un flamante teléfono móvil nuevo roto por un crío en pleno ataque de rebeldía. Pienso por un momento que no me he sentido tan bien como hoy desde hace demasiado tiempo, y que buena parte de esa sensación se desprende de este deambular despojado de todo. Solo una vida vacía de cosas puede ser llenada de momentos, y solo los momentos sirven para acercarse a ese estado de ficticia embriaguez que llaman felicidad a aquellos que no han aprendido a alcanzarla a través de lo tangible.

Sentado en los escalones de la puerta de la catedral miro con curiosidad las numerosas cámaras de fotos que pueblan la plaza, al tiempo que pienso que uno forma parte de las vidas de los demás desde el momento que forma parte del decorado de sus fotografías. Desde algún lugar al otro lado del teléfono me llega una voz conocida, nexo único admisible con esa otra vida dejada en suspenso, allá donde los robinsones no forman parte más que de la literatura, voz que traería conmigo a disfrutar de la placidez de las islas desiertas, del tiempo como propiedad inagotable.

Prolongo mi lectura, de nuevo bajo los árboles de la plaza hasta media tarde, momento en que pongo rumbo hacia la estación con parada en el Central, donde extraigo con un café la espina de haber encontrado el Mercantil como un cascarón inerte. El sol comienza a desplomarse mientras el autobús desciende camino del valle. La visión de la tarde otoñal, las brumas en la distancia con la efigie de la sierra de Mágina al fondo dan a la tarde aspecto de una pintura de Cezanne, sumiéndome en una nostalgia perezosa. Extrañamente nos empeñamos en construir vidas amargas para luego permanecer a la espera de ese resquicio, de esa escapada. De esa huida hacia delante que te permita comprobar que aún seguimos vivos.

Le Mont Sainte-Victoire, Paul Cézanne.(Webmuseum, París)

1 comentario:

  1. Y si me alegro en algo por ti es porque recordarás esto de forma más nítida que otras muchas cosas que puedan sucederte, por muy cercanas en el tiempo que estén. Por que el oxígeno limpia y el frío eriza el vello, y eso se recuerda mejor que todo el lodo que nos echamos encima día a día.

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