jueves, 7 de noviembre de 2013

Soles de noviembre

Geografía de una tarde atípica de noviembre. Trabajo atrasado que pospone la hora de salida, urgencia de acudir a la estación mientras la vista se dirige nerviosamente al reloj, un cabello blanco reconocido desde la lejanía, bajo el sol de un medio día cálido de otoño indeciso, un abrazo agradecido en la distancia del tiempo aunque con un matiz de extrañeza o desenfoque, de suceso acontecido fuera de lugar.

Comida en casa, alrededor de la mesa camilla de un comedor que parece transformarse cada vez que hay visita, como si la ocasional presencia de una segunda persona dotara de un nuevo rostro las paredes casi desnudas del apartamento. Basta calentar lo que venía preparado y servirlo en los platos, comida cierta, con ese toque de antigua cocina siempre admirado, más apreciado según el paso de los años la ha ido convirtiendo en inaccesible.

Uno recoge la casa y friega los platos casi sin darse cuenta, sumido en la conversación, tras acudir a la manga larga que en la sobremesa doméstica se ha hecho necesaria de nuevo. Las palabras se van esparciendo, creando realidades, dibujando personajes y caras, algunas ya casi olvidadas. Atravesamos la ciudad en busca de un café en la parte vieja, disfrutando en la terraza de la tibieza anormal de la tarde mientras advierto con íntimo orgullo las miradas que la gente le dedica. Me narra una conversación reciente, tan necesaria como inevitable. En medio de la tendencia tan poco amigable de los últimos meses casi se puede apreciar como un avance, como un comienzo aún tan intangible como las mismas palabras.

Paseamos por las calles con esa impagable lentitud del que tiene tiempo, mientras me pregunto cómo verán sus ojos los mismos edificios y las mismas gentes que yo he conocido a lo largo de una década, jugando a comparar en la imaginación los recuerdos que guardo con los que ella se llevará de aquí. Volvemos a casa cuando la oscuridad empieza a mezclarse con las luces de los coches, apenas media hora de tregua antes de volver a la estación. Una nueva chispa de desconcierto nace cuando le preparo la ropa y alimentos que tenía dispuestos para que se los llevase. Ha traído un viejo bolso de viaje azul que sin dificultad asocio a un tiempo tan lejano que me asombra acordarme aún de ello.

En la estación, las luces fluorescentes se alternan con las de los faros de autobuses que vienen y van formando una especie de tránsito o marea que recuerda al de las aceras de las avenidas llenas de gente en hora punta. Me despido de ella apurando los minutos, mezclando silencios con palabras, aceptando con desgana el momento de la partida. Un aviso por megafonía precede a la partida y las puertas se cierran. Entonces el autobús maniobra marcha atrás y comienza a alejarse lentamente de las luces del andén, dejando tras de sí, como última imagen, al otro lado de la ventanilla, su pelo blanco y su tranquila sonrisa.



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