lunes, 23 de julio de 2012

Un nuevo amanecer

Con gratitud ha observado como cada mañana que la salida de sol se ha retrasado otro minuto. Algo tan nimio como comprobar que los días comienzan a acortarse le colma de felicidad. El temprano despertar, pues el aseo le ha llamado poco después de las seis, ha diluido con frialdad es escaso sueño, y el tiempo restante hasta alcanzar las siete lo ha malgastado dando vueltas en la cama y mareando ideas acerca de su presente y su futuro, pensando en ella, pensando en su trabajo, en su familia. Qué calor tan agobiante un día más. El termómetro de interior, comprueba con una mezcla de rabia y desconsuelo, no desciende de los treinta grados, aun cuando las ventanas llevan más de media hora abiertas de par en par. El destartalado y pésimamente diseñado edificio es incapaz de evacuar calor durante las escasas horas de la madrugada en las que el mercurio se digna a descender de los veintiocho grados. Lleva a cabo cada acto con torpeza de anciano, aturdido a causa del sofocante calor, como si cada acción en sí llevara implícito un completo proceso de preparación y adaptación. Va a perder la cabeza, piensa a cada momento, esto no puede ser bueno ni para el cuerpo ni para la mente, desgaste continuo día tras día, hora tras hora. Esto no puede ser bueno. A veces piensa que el día que logre salir de ahí, si no es enfundado en una camisa de fuerza y con dirección al sanatorio de Ciempozuelos, habrá adquirido tal resistencia que se partirá de risa cada vez que alguien a su alrededor mencione la palabra calor. Qué sabréis vosotros, imagina que diría. Aunque la idea realmente no le gusta. Nunca fue partidario del clásico reproche del viejo al joven, echando en cara todas y cada una de las batallas libradas como si el hallarse ahí aún supusiera toda una memorable trayectoria de esfuerzo y superación de dificultades. Él no es así. No quiere serlo, aunque es consciente de que ha tenido un ejemplo tan cercano que instintivamente tenderá a reaccionar de esa manera cuando una situación lo fuerce; también es consciente que de uno puede modelarse a sí mismo como el actor modela al personaje que representa, repitiendo al detalle cada uno de los gestos de este, como el escritor modela a su antojo las criaturas que cobran vida en el papel, cargando a veces sobre sus espaldas lo más duro, triste y deplorable que su creador se ha visto condenado a sufrir en vida.


El sueño de la razón, y el de la sinrazón

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