viernes, 29 de julio de 2011

En territorio comanche

El verano tiene la capacidad de transformar los lugares con su mera presencia, sin que medien más que el ascenso del mercurio y el avance tortuoso del calendario. Hay lugares de los cuales se guardan estampas de todo tipo según la época, y de ellos un lugar concreto, el parque de La Victoria, -o de La Concordía, según la última moda de renombarlo todo para borrar cualquier atisbo que huela a Historia- un invierno, con nieve y cielo grisáceo, tres personas que saludan desde lejos a una cámara cuyo encuadre, a propósito o por descuido, los sitúa a la derecha de una imagen en blanco y negro, como si se tratara de un elemento más del decorado del paisaje.Estampas otoñales con árboles rubios y suelos cubiertos de hojas, húmedas y adheridas al piso por la lluvia del día anterior, con la línea de sombra avanzando por el fondo de la imagen en un atardecer adelantado, cuando vagamente son aún las seis de la tarde. Cambian sus colores, sus formas, la voluptuosidad de la vegetación, pero es el verano quien le da el toque más impersonal y agrietado de todas las estaciones.

Me gusta caminar entre bancos y jardineras, bordeando la fuente cuadrada formada por abstractas formas metálicas y los setos fúnebres que coronan la parte alta del aparcamiento subterráneo, la fuente alargada en la que se ven confinados una decena escasa de patos, bajo los altos pinos que han visto desarrollarse a su alrededor el último medio siglo de la ciudad, que han presenciado a niños jugando que muchos años más tarde serían adultos que acompañarían a otros pequeños a esos rincones apartados del tráfico y el barullo. Junto a la fuente circular, en uno de los bancos que aún se mantienen en buen estado, me gusta abandonarme a la lectura y la contemplación distraída, a la nada desdibujada entre los altos chorros verticales que a partir de las nueve de la noche muestran el especial encanto de la iluminación.

Pero si el frío invierno desaconseja vagar entre sus rincones a partir de una cierta hora de la tarde, el verano lo convierte en un lugar probablemente aún más hostil. Adentrarse en él en esas horas de la tarde en las que el ambiente es mínimamente respirable y los termómetros bajan de los cuarenta grados supone adentrarse en la incertidumbre, decenas de jóvenes marroquíes formando grupos al amparo de alguna sombra o jugando un partido de fútbol empleando cualquier explanación a modo de estadio, el olor dulzón y amargo de la marihuana procedente de una sombra próxima, personajes ocultos por igual del sol y de las miradas curiosas, sudamericanos que no dejan de ser críos vistos de cerca pero por cuyo aspecto y maneras fácilmente son asimilados con bandas latinas, unas botellas de cerveza de litro vacías junto al muro que sirvió a unos cuantos individuos de los barrios bajos -o de los altos, depende- como lugar de reunión, antes de irse a otro punto del parque con el radiocasette portátil y tirarse en el césped mientras escuchan a Camela a todo volumen y disfrutan de una zona prácticamente olvidada por todos en estas semanas donde, a pesar de la crisis tan en boga, casi todo el mundo tiene un chalet, un cortijo, o ganas de tostarse en la playa como merecido descanso.

Ando absorto en el Beatus Ille de Muñoz Molina cuando un par de jóvenes marroquíes pasan a mi lado, depositan algo sobre el muro contiguo mientras se descalzan, y se adentran en la fuente entre gritos y algarabías en un idioma que me resulta lejano, lanzándose de cabeza a pesar de la escasa profundidad y de las tuberías metálicas del fondo. De vez en cuando algún policía aparece por allí Walkie-Talkie en mano, tratan de imponer algún orden entre las gentes o le levantan la mercancía a alguien -consumo propio, paisa, yo no quere problema-, mientras estas hacen caso omiso y más pronto que tarde vuelven a lo suyo.

Fácilmente puede salir en algún lector la vena filántropa, apelando a conceptos desgastados por el uso como el de racismo. Aunque guardo mis reservas acerca de la integridad de los pueblos y de la Alianza de Civilizaciones, no estoy hablando de un parque libre de extranjeros ni de nadie, sino de un parque donde el mobiliario urbano se desgaste por las inclemencias del tiempo y no por el vandalismo, donde los carteles sean legibles y los muros blancos, y no lugares donde expresar nombres y fechas de lances amorosos, que cualquiera pueda pasear sin temor a algún encuentro desagradable, el poder leer o andar o matar el tiempo y los fantasmas en un rincón verde de los pocos de esta ciudad en los que no han logrado meter la piqueta, todo ello sin tener que volver la cabeza a cada momento controlando los pasos y miradas de quienes no son enemigos pero tampoco dejan de serlo, igual que quien se mueve en territorio comanche.

1 comentario:

  1. Los parques, como norma general, me parecen las zonas más lamentables de las ciudades y pueblos. Impresionante la basura esturreá, pinturas y el notable abandono por parte de las autoridades. Pero no culpo a los gobiernos sino a los impresentables, de todas las edades, sexos y razas que se empeñan en destrozar lo que no es suyo. Y encima luego van y crean plataformas de protesta porque consideran que el gobierno no hace lo suficiente. Que triste. Más vale que empezásemos poniendo cada uno nuestro granito de arena, o mejor dicho, no retirando el que se ha encargao de poner el prójimo.

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