lunes, 2 de mayo de 2011

Un reencuentro

Son casi las cinco de la tarde de un viernes santo cuando el Renault 21 se detiene frente a la cafetería, unos minutos después de la hora acordada. Tengo el valor de llegar tarde a una cita pendiente desde hace años. Me vuelvo tras cerrar el coche y le veo acercarse y observarme con la misma extrañeza con la que le miro yo, tan asombrados como desconcertados, y durante unos instantes que parecen interminables trato de buscar en su rostro los detalles que lo asemejen a la difusa imagen que guardo en la memoria.Hasta ese momento no sabía cómo era aquel a quien esperaba ver, vagamente recordaba su cara o el timbre de su voz, y me sorprende verle tan alto. Le encuentro delgado hasta un punto que mi abuela consideraría preocupante. Viste de oscuro y lleva el pelo engominado, peinado de una forma que le resta edad. Yo aparezco vestido con ese estilo casi anacrónico del que ya creo imposible poder desprenderme, pantalón vaquero, quizá de pana, y camisa tal vez azul, ropa poco llamativa que ayudada por un pelo donde el blanco pronto superará al tono castaño, gafas de lejos y barba razonablemente cuidada, me asignan fácilmente una edad por encima de los treinta. Quien nos ha visto, y quién convence al otro en estos instantes de que ese extraño es quien dice ser. Tras el saludo inicial y un abrazo con el que probablemente pretendemos romper una capa de hielo crecida durante ocho años comenzamos a hablar, palabras torpes al principio, interrupciones por parte de uno y otro, ansiosos por contarlo todo, por mostrar qué se ha sido y qué se piensa, cómo se ve el mundo, qué se espera de una vida que ha llegado más lejos de los que ninguno de los dos esperaba.

Hay algo de dolor leve pero a la vez placentero en esos primeros instantes en los que se rompe la distancia entre dos personas, distancia no forzada por el desencuentro sino por un atisbo de dejadez sumada a los variados caminos que a menudo cada uno acaba recorriendo en la vida. No tiene precio sentir el gusto por rememorar lugares comunes, concretar personajes y escenas en el tiempo que la memoria de uno y otro tal vez sitúan en momentos dispares o tal vez ni siquiera recuerda, imaginar en la cara del otro cada una de las aventuras y desventuras posibles desde que ambas vidas se desligaron ocho años atrás. Ocho años en la distancia y en el tiempo, amistad de infancia puesta a prueba durante un periodo imperdonable, casi mayor al que tiempo atrás permanecimos juntos. Ocho años que no me suponen problema a la hora de rememorar las horas de juego en el colegio, en aquellos interminables recreos o en la larga tregua desde que salíamos del comedor escolar hasta que retomábamos las clases hacia las cuatro de la tarde, separados en dos aulas como celdas infranqueables visto desde la perspectiva de la infancia, él en un curso por detrás del mío, algo que no ha condicionado los razonables logros conseguidos por cada uno. Está hablándome y por un instante su cara me devuelve un recuerdo, estamos en el colegio, él y yo junto a otro amigo cuyo rostro no logro fijar, jugando en el patio, creyéndonos nuestro personaje con esa certeza que se posee en la infancia y que a menudo el paso de los años emborrona, somos los infalibles Cazafantásmas y hemos de llevar a cabo la complicada captura de algún escurridizo espectro, correteando por los patios con nuestras imaginarias armas a la espalda y nuestras trampas para fantasmas colgando del cinturón. Acabamos de llegar con nuestro flamante coche que se ha ido abriendo paso con sus sirenas y luces azules y rojas, y correteamos por el patio con gesto de valor y una pizca de chulería en la mirada en busca de ese ente paranormal que atemoriza a la gente. Han pasado alrededor de quince años desde entonces y todavía, observo con sorpresa, conserva algunos rasgos en la cara que le asemejan al Harold Ramis que interpretaba en la película el papel de Igor Spencer, el cazafantásmas científico, mientras que a mi me tocaba hacer de Peter Veckman. Horas compartidas de hastío y rabia años más tarde, cuando repetí primero de bachillerato y coincidimos en aquel curso del que ninguno de los dos sacó algo de provecho, marcados por la desgana y por la inagotable sensación de malgastar el tiempo, de encontrarnos en el lugar menos indicado de todos los posibles.

Aquel reencuentro se prolongó durante un par de horas que transcurrieron como si de unos cuantos minutos se tratara. Yo tenía toda la tarde libre; él, algún compromiso menor al que robaría algo de tiempo para alargar nuestra charla. Tras un café envuelto en palabras le animo a acompañarme a casa para presentarle a María y enseñarle aquel rincón alejado de todo en el que viví hasta perder la juventud y del que me marché años atrás con la misma furia con la que deja Mágina el protagonista de El jinete polaco, camino de esa otra vida tan necesaria como distinta.

Nos despedimos varias veces, sin que ninguna de ellas parezca realmente la definitiva, y se acaba marchando sobre las siete de la tarde, momento en que la distancia vuelve a estar presente entre los dos viejos amigos; él, que pronto regresaría a su vida en una ciudad como es Valencia, en la que nunca he estado y que no sé imaginar; yo volvería un par de días más tarde a la rutina provinciana de la capital jiennense. Pero en esta ocasión la separación es distinta: no en vano sabemos posible que una amistad es capaz de perdurar casi sin que medie esfuerzo alguno, de forma inconsciente, sin que los problemas, el trabajo, las mujeres y demás azares del mundo lleguen a borrar lo que llegamos a ser sin proponérnoslo: dos verdaderos amigos.



En una estructura bien diseñada y construida
pueden aparecer grietas con el paso de los años,
mas no llegará a derrumbarse.
Como las buenas amistades.

2 comentarios:

  1. Bueno como ves estoy leyendo tus escritos, no puedo por menos que felicitarte por como te espresas, si ya se lo que me vas a decir que tiene esta o aquella falta que se podria hacer mejor,en la vida todo es mejorable eso es cierto pero si miras hacia atras veras que no llevas mucho escrbiendo y yo que ya he leido unos cuantos libros te puedo asegurar que estas en el camino correcto.

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  2. Me vas a permitir que un día le envíe este texto a mi amiga de siempre, la que no pone pegas si no nos vemos en un año, la que se alegra de mi llamada a pesar de que hayan pasado meses, porque por nuestra amistad no pasa el tiempo. Así me ahorro eso de poner en palabras lo que no puedo, sobretodo cuando alguien ya lo ha hecho de esta forma.
    Me ha encantado este texto, te felicito.
    Un abrazo!

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