Suena el despertador al borde de un amanecer de Octubre, invariable como cada mañana. En el blanco y negro de ese primer segundo de lucidez matinal la alarma de una anomalía me sobresalta: aunque es miércoles, aunque ayer trabajé y mañana volveré a hacerlo, el día de hoy se abre como la inesperada página en blanco en mitad de un libro.
Actividad. Método. Imprescindible ante todo no abandonarse a la vagancia, al desperdicio de un tiempo valioso de tan escaso. Alargo mi paseo matinal varias calles más allá de donde terminaría un miércoles cualquiera, hasta aquellos rincones que constituyen consuelo y memoria, lugares que reconozco y comparo mecánicamente con las decenas de instantáneas antiguas que he ido recopilando a lo largo de los últimos años.
Desayuno en la cafetería La Colombiana, donde a pesar de la temprana hora hay ya varios clientes. Me recibe el denso olor del café mientras que de los altavoces me llega el Chan Chan de Compay Segundo. En las mesas de la terraza dos hombres uniformados como mandos militares, Marina e Infantería, acompañados de una mujer, toman el café previo a los eventos que comenzarán dentro de pocas horas. La vista de los trajes me trae a la memoria la estampa de mi hermano hace escasos años, en su breve carrera como militar profesional.
Comienza a sonar el teléfono móvil mientras ojeo un artículo en el periódico sobre la progresiva inclinación de un milímetro anual de la torre del Big Ben de Londres. Mi madre, más vital que de costumbre, me cuenta las escasas novedades acontecidas en aquel confín del mundo cuyo recuerdo se me diluye con los años, tornándose más parecido al que deja el viaje a cualquier parte, en lugar de ese otro más propio del pedazo de tierra en el que uno debiera tener sus raíces, higiénica costumbre nómada que impide perder aquello que no se tiene.
Un espejo en la pared me devuelve mientras hablo la imagen de alguien con canas en el pelo y que se acerca a los treinta años, y al mismo tiempo siento con íntima admiración que la voz en el auricular me parece la misma de siempre, dinámica, congelada en el tiempo, matiz que engaña y contradice a la imagen de la mujer que imagino sentada en el escalón de entrada a la casa mientras habla por teléfono, como si el pelo blanco, las manchas en la piel o los rasgos afilados en la cara y las manos por el paso de los años quedaran anulados por la distancia y la tecnología, y estuviese hablando con esa otra mujer que veía en las fotografías del pesado álbum familiar cuando era niño.
Ayer se cumplieron treinta años desde que se dieran el sí quiero, con más miedo e ignorancia que esperanza en sí mismos y en lo que la vida habría de depararles. Entristece pensar que no celebraron algo ya vacío, una fecha para ellos tan ambigua y estéril como cualquier otra en el calendario, vidas marcadas por la costumbre, por la dureza de una vida aprendida sobre la marcha y en base a más errores que aciertos, por la tradición rural que marca, bajo pena del qué dirán, la trayectoria paso a paso de cada individuo.
Estoy despidiéndome de ella cuando de fondo escucho el todo terreno de mi padre, que regresa a casa tras su café de la mañana. Me inquieta que sea este hábito uno de los pocos en que nos parezcamos, por lo menos en la forma, ya que él nunca invertiría hora y media en una mañana como esta en la lectura y en la reflexión solitaria, sin más aspiración que la de tratar de comprenderse y comprender el mundo y el tiempo en que vivimos.
Actividad. Método. Imprescindible ante todo no abandonarse a la vagancia, al desperdicio de un tiempo valioso de tan escaso. Alargo mi paseo matinal varias calles más allá de donde terminaría un miércoles cualquiera, hasta aquellos rincones que constituyen consuelo y memoria, lugares que reconozco y comparo mecánicamente con las decenas de instantáneas antiguas que he ido recopilando a lo largo de los últimos años.
Desayuno en la cafetería La Colombiana, donde a pesar de la temprana hora hay ya varios clientes. Me recibe el denso olor del café mientras que de los altavoces me llega el Chan Chan de Compay Segundo. En las mesas de la terraza dos hombres uniformados como mandos militares, Marina e Infantería, acompañados de una mujer, toman el café previo a los eventos que comenzarán dentro de pocas horas. La vista de los trajes me trae a la memoria la estampa de mi hermano hace escasos años, en su breve carrera como militar profesional.
Comienza a sonar el teléfono móvil mientras ojeo un artículo en el periódico sobre la progresiva inclinación de un milímetro anual de la torre del Big Ben de Londres. Mi madre, más vital que de costumbre, me cuenta las escasas novedades acontecidas en aquel confín del mundo cuyo recuerdo se me diluye con los años, tornándose más parecido al que deja el viaje a cualquier parte, en lugar de ese otro más propio del pedazo de tierra en el que uno debiera tener sus raíces, higiénica costumbre nómada que impide perder aquello que no se tiene.
Un espejo en la pared me devuelve mientras hablo la imagen de alguien con canas en el pelo y que se acerca a los treinta años, y al mismo tiempo siento con íntima admiración que la voz en el auricular me parece la misma de siempre, dinámica, congelada en el tiempo, matiz que engaña y contradice a la imagen de la mujer que imagino sentada en el escalón de entrada a la casa mientras habla por teléfono, como si el pelo blanco, las manchas en la piel o los rasgos afilados en la cara y las manos por el paso de los años quedaran anulados por la distancia y la tecnología, y estuviese hablando con esa otra mujer que veía en las fotografías del pesado álbum familiar cuando era niño.
Ayer se cumplieron treinta años desde que se dieran el sí quiero, con más miedo e ignorancia que esperanza en sí mismos y en lo que la vida habría de depararles. Entristece pensar que no celebraron algo ya vacío, una fecha para ellos tan ambigua y estéril como cualquier otra en el calendario, vidas marcadas por la costumbre, por la dureza de una vida aprendida sobre la marcha y en base a más errores que aciertos, por la tradición rural que marca, bajo pena del qué dirán, la trayectoria paso a paso de cada individuo.
Estoy despidiéndome de ella cuando de fondo escucho el todo terreno de mi padre, que regresa a casa tras su café de la mañana. Me inquieta que sea este hábito uno de los pocos en que nos parezcamos, por lo menos en la forma, ya que él nunca invertiría hora y media en una mañana como esta en la lectura y en la reflexión solitaria, sin más aspiración que la de tratar de comprenderse y comprender el mundo y el tiempo en que vivimos.
Espero que te comprendieras un poco más en ese momento tan valioso como escaso, como tú dices.
ResponderEliminarPrecioso texto. Gracias por compartir tu reflexión.
Un fuerte abrazo!!
Nunca imagine´que leeria algo asi ni lo que ello me produciria.Ha sido como un torrente que de pronto te alcanza y te inunda de tal cantidad de emociones que es imposible controlarlas.Ni tampoco que serias tu quien me las hiciera sentir,ante tanta realidad plasmada de sinceridad solo puedo decir:GRACIAS.
ResponderEliminar