Tomo asiento en un taburete cualquiera de una barra vacía, elijo uno por un instante, creyéndolo único, el más cómodo y mejor situado, justo donde la barra está más despejada y puedo desplegar el periódico con facilidad. Pido ese café y el camarero, atareado tras la barra como si media docena de clientes esperaran de sus servicios, lo sirve cuando termina de secar vasos y colocar botellas en un orden extraño que seguro solo él conoce.
Empiezo a pasar páginas, más por necesidad de distracción que por interés. Una vez más ojeo el diario provincial, siendo este y un diario deportivo los únicos que parecen agradar a la clientela de este local, y por tanto los únicos siempre presentes. Las mismas caras de los últimos días aparecen, una tras otra, y poco me cuesta imaginar que mañana seguirán estando ahí, fieles a su cita ante los hechos y ante las cámaras. Sigo pasando páginas y nada me sorprende, nada nuevo atrapa mi atención. Hasta que llego a cierto artículo de opinión.

Hace horas que leí el artículo, y mi inteligencia, no tan labrada y dispuesta como la del señor economista, no termina de atar cabos. Hay demasiadas cosas que no encajan. Lo primero es el número de viviendas vacías a fecha de hoy. Unas porque se construyeron y no hay pretendiente dispuesto a llevárselas. Siempre gana la banca, y si duda sobre si va a ganar o no, no juega. Otras porque, aun vacías y pagadas, sus legítimos piensan que eso de alquilar supone más un dolor de cabeza que una inversión. Otras porque Don Dinero las requisó un buen día, cuando los inquilinos dijeron lo siento, pero no puedo pagar. Miles y miles de viviendas a lo largo y ancho de este país cerradas a cal y canto. Y ello sin contar con aquellas que, por aquello del no me pagan y no sigo en que se han visto inmersas tantas empresas, se quedaron a medio construir o, peor aún, casi terminadas, mientras aquellos que quizá llevaban años pagando por un sueño veían como con la crisis tocaban a diana, y el dinero invertido desaparecía como desaparecen las últimas imágenes de ese sueño cuando suena el despertador.

Imagino que la versión española del American Dream ha de incluir un piso en la ciudad, o a ser posible una casa en alguna urbanización en las afueras, y además un apartamento en la playa, y alguna casita en la sierra para las escapadas cortas. Con lo bien que se está junto a fuego allá donde no reina fuerza mayor que el silencio.
Si las mentes pensantes de este gran pueblo llamado España -con Internet hasta en el microondas y coches que aparcan casi ellos solitos, pero seguimos siendo un pueblo- consideran que la forma de que todos comamos es comenzar a hormigonar cada centímetro de tierra, adelante. Se les presupone un bagaje que nosotros, humildes ciudadanos, no alcanzamos siquiera a imaginar, así que no les contradigamos y preparemos cemento y ladrillos. Envidio los tiempos remotos en los que se decía que una ardilla era capaz de atravesar la península de un extremo a otro sin tocar el suelo, moviéndose a través de los árboles.
Por cierto, los partidarios de volver a construir como lo hacíamos hace una década, quédense con esta frase, y acuérdense de ella de vez en cuando, antes de dormir, mientras toman una caña, en la próxima crisis…: " Pan para hoy, hambre para mañana " -aliñado con menos tierra donde poder construir la próxima vez-.
Construyamos, si, que esto sea un chollo y que el sueldo base de un albañil (oficial, sin necesidad de que sea maestro) supere al de un catedrático de universidad. Ese es el camino. Como el otro día, que escucho en la caja tonta que frambueseros de no se que ciudad se están planteando dejar de sembrar porque no les es rentable. Se ve que pasado un mes no les queda más sueldo que el de un ministro y ellos pretenden el del presidente el gobierno. Que manía tenemos todos de vivir por encima de nuestras posibilidades.
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