lunes, 18 de junio de 2012

Dos días y una vida

Marchaste, considerando como una certeza imposible que la vida son dos días, según reza en la sabiduría popular. Fiel a tales palabras, concluido el periodo de existencia toca abonar religiosamente cada minuto de bienestar consumido, a los que esperas no sea necesario, visto lo visto, sumar intereses. El caos se cierne desde el primer momento, más allá del umbral acristalado que separa el sentido de las cosas del más puro y absurdo abismo de la realidad.

Parece poco probable encontrarse con algo así, con acontecimientos como esos, por separado. Parece inverosímil que todo ello se una y se convierta en una secuencia inviolable de eventos de los que huir es tan fácil como lo es cubrirse de la lluvia en campo abierto. Instantes de desconcierto que se transforman en estupefacción, en murmullos cargados de interrogantes que se suman a las que tu empiezas a acumular por tu cuenta; en espera, mientras deambulas echando en falta lectura, algo de conversación, tal vez un cigarrillo cuando a altas horas de la madrugada comprendes que te ha tocado el premio máximo en la lotería universal, tan bien repartida como la terrena, y que tu y otros cuantos estáis disfrutando de un puñado de sinsentidos que parecen no tener fin al tiempo que las agujas del reloj van avanzando dentro de la esfera, una hora, otra, otra más, y un horizonte que se aleja según te vas aproximando.

Llega un momento, cuando de madrugada el sueño se impone y todo adquiere el matiz irreal de los excesos alcohólicos, en el que el ser se desdobla y una parte acaba preguntándole a la otra qué estás haciendo aquí. El viejo Jeckyll, obediente y aún vagamente lúcido, rememora las imágenes de las últimas horas para tratar de hacerle entender a su otra mitad. Sin embargo, escéptico y agotado, Hyde no comprende qué haces ahí a esa hora, en mitad de esos páramos en los que nada se te ha perdido. Qué diablos has roto para acabar de esa manera. 

Alguna vez, muerta la noción del tiempo y diluidos los espacios como si te hallases al otro lado del espejo del cuento de Alicia, ves que tus pies te encaminan por una calle vagamente conocida, extraes de la bolsa unas llaves de las que te gustaría deshacerte y entras a la que te parece una celda en régimen abierto. Miras por la ventana y después al reloj, y te preguntas cuánto tiempo falta para que empiecen a despuntar las primeras luces del día. Rendido, extenuado hasta aniquilar el sueño, te ves boca arriba en la cama, acompañado por los recuerdos de la extraña experiencia y el zumbido constante de la máquina de aire acondicionado. Has matado el día, o el día te ha matado a ti. No lo tienes claro.

Veinticuatro horas más tarde te planteas la conveniencia de pisar la calle de nuevo, ante la fundada sospecha de seguir padeciendo las estúpidas ironías del destino.

Largo me lo fiais. Pero no faltáis a cobrarlo.


El ángel caído, o el destierro.


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