lunes, 21 de octubre de 2013

Con el sudor de tu frente

Son las diez de la mañana cuando salgo de la cafetería y me veo envuelto de pronto en un ambiente parecido al de las mañanas de trabajo en los olivares, fresco con un punto de humedad mezclada con el humo de las ramas de olivo quemándose en la lumbre. Camino hacia casa inmerso en los fragmentos de una conversación que he acabado escuchando sin darme cuenta, mientras leía en el periódico un artículo sobre Le Carré. A mi lado, dos parejas de mediana edad desayunaban sentadas en torno a una mesa al tiempo que debatían acerca del sacrificio que un bar o una cafetería exigen, de las dificultades con las que se topa la gente con intención de emprender un negocio, de las enseñanzas que el trabajo aporta a quien lo realiza.

Mencionaban el caso de un bar de apertura reciente en una ciudad lejana, argumentando que su buena marcha hasta ahora ha sido fruto del intenso sacrificio de los propietarios desde el primer día, abriendo el local a las seis cada mañana y cerrando pasadas las once de la noche. La idea desata en mi cabeza una pregunta que ronda desde antiguo, desde que el trabajo pasó en mi conciencia de ser una palabra a cobrar forma propia, y es hasta dónde es válido el sacrificio absoluto. 

A lo largo de mi vida he escuchado a menudo que la juventud es la etapa para dejarse la piel a cambio de unos buenos ahorros, de unos cimientos profesionales, de un primer paso de cara a sentar la cabeza como pueda ser adquirir una vivienda –acaso adquirir un papel que dice que algún día puede que sea tuya–, y a lo largo de esa misma vida he encontrado demasiados casos de gentes a quienes a medio o a largo plazo ese sobresfuerzo sólo les ha servido para malbaratar su juventud antes de tiempo, para convertirse en autómatas que trabajan sin saber por y para qué.

El punto de equilibrio, pienso, es siempre lo más sensato. Pero dónde está el equilibrio cuando lo único estable es el cambio. Puedes no hacer nada en tu vida y en consecuencia no tener nada; puedes esclavizarte trabajando, no ya en esa primera etapa de la vida en la que compruebas sin remedio que ya eres adulto —da igual la edad—, sino a lo largo de toda tu vida, y abrir los ojos a los cuarenta o a los cincuenta años y comprobar que para nada ha valido ese exceso.

El mundo está cambiando peligrosamente, medito a veces. Hace apenas medio siglo en este país un joven disponía de dos opciones: si tenía forma de costearse unos estudios y él decidía llevarlos a cabo, con esfuerzo lograba una estabilidad laboral que, con suerte, podía traducirse también en estabilidad personal; aquel que por origen o por decisión propia desistía de estudiar pasaba a trabajar en el campo, la construcción, o como mano de obra en cualquier industria. En ambos casos era factible, aunque más duro que ahora en ciertos aspectos, entregarse a una vida más o menos resuelta. 

Eran tiempos en los que lo que se construía un día fácilmente podía seguir existiendo y sirviendo décadas más tarde. Una fábrica daba trabajo a dos o tres generaciones de una misma familia, un coche alargaba su vida útil fácilmente más de veinte años, un televisor llegaba a casa y acababa formando parte del mobiliario como si de una silla o un armario se tratase. Una empresa podía funcionar y producir durante décadas permitiéndose el lujo, hoy impensable, de no modernizar apenas su forma de proceder. La misma revolución digital que hoy nos facilita la vida y nos desquicia a partes iguales no existía, y la idea de que la variación de un simple número pudiera destrozar la vida a millones de personas parecía haber sido comprendida tras el desastre del 29.

Pero hoy para buena parte de la población —incluyendo a los que no se dan cuenta de ello— la estabilidad no es más que un concepto dilapidado, anacrónico. La estabilidad se ha convertido en un lujo, aunque esta idea pase desapercibida tras toda la telaraña de elementos que en apenas veinte años han pasado a formar parte de nuestras vidas, haciéndose, lo que es peor, imprescindibles a menudo. Hoy más que nunca un balance bursátil o una operación de compra de una empresa sobre otra es capaz de dejar sin crédito o sin trabajo de un plumazo a cientos o a miles de personas en cualquier parte del mundo, con la misma facilidad que si se tratara de viejas máquinas que se apilan en el trastero por si hicieran falta mañana. Ya no son vidas que a menudo cuidan y mantienen a otras vidas, simplemente son fuerza de trabajo. Piezas sobre el tablero.

En los últimos años, muchas son las voces que han sostenido que de las crisis económicas sólo se sale trabajando, sacrificándose –entre los que destaca la autorizada voz del expresidente de la CEOE, Diaz Ferrán—. Gentes que ahora rozan la jubilación reprochan a los jóvenes su actitud, que en teoría deben sacrificarse sin protestar para levantar el mismo país que ellos levantaron cuando les tocó décadas atrás. El sentido del trabajo y la disciplina, dicen. Y uno, que siempre ha llevado mal lo de mirar al suelo y avanzar sin más pase lo que pase como burro de carga, no puede evitar pensar que el mundo de entonces no es el de ahora, la España pobre de hace medio siglo tiene poco que ver con el cambio de ciclo social y económico que estamos viviendo, y probablemente se parezca aún menos a lo que quede aquí cuando la crisis se marche —para la mayor parte de españoles, no únicamente para el gobierno y el señor Botín—.

Es desalentador pensar que alguien que acabe de alcanzar la mayoría de edad no pueda planificar unos estudios de varios años de duración y una incorporación al mercado laboral, pues nadie podrá darle la menor garantía de que ese trabajo ampliamente demandado hoy siga siendo demandado pocos años más tarde, incluso que quienes entren a trabajar hoy en ello sigan ejerciendo lo mismo entonces.

Visto en perspectiva resulta más fácil enfocar todo esto: vivimos en un mundo globalizado, donde la tranquilidad se verá sometida por la constante renovación, donde cualquiera convenientemente formado en un momento dado puede desempeñar un mismo trabajo en cualquier parte del mundo, donde cualquier nuevo invento, en pos de la mejora y el recorte de gasto, sirve para automatizar procesos y dejar con ello a personas sin trabajo, donde todo se hará deprisa y por ello, demasiado a menudo, se hará entre regular y mal. Y todo ello siempre a merced de convertir y manejar todo lo tangible y lo intangible en bienes especulativos. Un duelo de inteligencias donde los privilegiados no repararán en medios para mantener sus privilegios, y donde la complejidad legal y burocrática se torna cada vez más zona pantanosa de la que puede ser imposible salir.

De nada sirve asustarse, pues en el fondo no es más que la mera evolución. Bienvenidos al futuro.



1 comentario:

  1. No puedo añadir nada!! Has reflejado perfectamente la situación actual. Me ha gustado de manera especial estas palabras tuyas: " Y uno, que siempre ha llevado mal lo de mirar al suelo y avanzar sin más pase lo que pase como si no fuera más que un burro de carga..." Hacen falta muchos como tú para poder cambiar esta sociedad. Un beso.

    ResponderEliminar