jueves, 17 de octubre de 2013

Luz en la madrugada

Con el suave y casi imperceptible crepitar del fósforo de una cerilla al encenderse brota una idea entre sueños en mi cabeza, arrastrando consigo una cantidad absurda de pensamientos que me conducen sin remedio al desvelo. Aún no son las cuatro de la  mañana cuando a la tercera vuelta en la cama me decido a mirar la hora, confiando en un cercano amanecer para el que por desgracia aún falta demasiado.

La primera opción que pasa por mi cabeza es marcharme al sofá y hacer de la lectura el lastre que me devuelva al sueño, pero aún en la oscuridad siento un escozor en los ojos que sé que me impedirá fijar la vista en las páginas bajo la luz de la lámpara. Las vueltas en la cama se suceden intentando torpemente encontrar una postura que me permita quedarme dormido, pero es inútil. Mi cabeza ha entrado en ese estado torpe y febril de alerta propio del insomnio y no logro dejar de evocar imágenes, rememorando ideas de pasados lejanos o próximos, caminos que llevaron a un punto y que de no haber sido seguidos habrían desembocado en encrucijadas distintas.

Recuerdo así los tiempos
en los que la familia aún se mantenía razonablemente unida y cualquier contratiempo quedaba anclado como un hecho inevitable y puntual de la mera rutina. Recuerdo cuando tener y mantener un coche no me suponía un bocado en el bolsillo tan pronunciado como para tener que deshacerme de él, las horas de trabajo invertidas en el camión que fue pasto del embargo junto a otros bienes, el descalabro que supuso esa pérdida esperada de antemano pero nunca atajada, los coches que pasaron por casa y en tan breve periodo de tiempo fueron camino del desguace. Recuerdo la estancia de mi abuela en casa, desencadenante de buena parte de los vaivenes que se producirían a los pocos meses de su llegada y que seguramente, tarde o temprano, hubieran ocurrido sin remedio.

Recuerdo el último
lustro como si de alguna manera en él estuviera contenido mi mundo. Entre los recuerdos mezclo imágenes inventadas, como el rostro de esa mujer a la que nunca he visto, deambulando por mi casa con tranquila familiaridad, esa anormalidad que supone que una persona invada el espacio de otra con el agravante de que la ausencia de la primera se debe a su marcha y no a que hubiera fallecido, que una vea lo que la otra ha visto, toque las mismas cosas, sea partícipe indirecta de una biografía que le es por completo ajena. Invento imágenes borrosas de cualquiera de las vidas que gustoso intentaría adoptar, con la serenidad facilona del mero espectador. Pongo de fondo el marco de una tierra que se ha degradado (para una parte de la población) en cuestión de cuatro años hasta el punto de asemejarse a un país en reconstrucción tras una guerra; la inteligencia, gran herramienta humana, permite ya rehacer una estructura social y económica sin la bárbara necesidad de matar directamente.

Son casi las seis
en el reloj la última vez que me permito mirarlo, acudo al baño y tras su ventana encuentro una ciudad bañada por la débil y blanquecina luz de la luna. De la lejanía llega en oleadas el retumbar de la música de la feria. Pierdo la noción del tiempo dando vueltas en la cama, me quedo dormido sin saberlo hasta que a las siete y media el despertador me trae de nuevo al mundo, amanecer del jueves, aturdido y desencajado como en las noches de desvarío y alcohol de una ya inaccesible juventud.


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