jueves, 3 de noviembre de 2011

Noches de poesía y otras excusas para ser feliz

Encuentro entre libros la tarjeta que me entregaron en la noche del pasado jueves. En ella aparece un nombre tan dinámico como quien lo posee, Ethan Spooner, Arquitectura y construcciones, y en su reverso, manuscritos, la página web y el correo electrónico del evento unidos a una premisa: escribe y preséntate a concurso en alguna convocatoria.

De origen quizá británico o estadounidense, Ethan fue el encargado de dirigir un concurso en el que participaron media docena de personas, unos jóvenes y otros ya no tanto, mostrando cada uno sus capacidades a la hora de jugar con las palabras, mezclándolas y modelándolas hasta sacar de ellas todo el jugo que el verso es capaz de segregar.

La noche nos deparó tres horas de impagable risa en aquel local que nunca antes había visitado, el bar Abrehui, a espaldas de la catedral, junto a un par de cervezas de las que se beben para recordar –curiosa costumbre de aplicar al alcohol la función preferida en cada momento- , y el haber escuchado el resultado que la combinación de imaginación, talento y esfuerzo dio en la persona de cada uno, desde lo más semejante a un rap de barrio, versos otros encontrados más por sentido que por métrica, poesías que parecen constituir un monólogo rimado de notable efecto, trazos sobre el papel que recogen sentido, disciplina artística, estilo, experiencia.

La ocasión me permitió compartir mesa con un amigo reciente, amistad la suya que obliga a preguntarse por qué la vida no me condujo a conocerle antes. Alumno del taller de narrativa, se presentó por el aula algunas semanas después de inicio. Al principio, un rostro más en torno a una mesa; una forma más, la suya, de interpretar el mundo a través de las palabras. Apareció como aparecen siempre esas personas cuya influencia implica un antes y un después en una vida, sin presentación mediática, sin despliegue teatral, sin resaltar por encima del resto, hasta que unas palabras bastan como disparador para descubrir los posos que su carrera de humanidades, sus inabarcables lecturas y una actitud orientada a conocer y comprender lo que somos y lo que fuimos han ido dejando en él. Pocos lujos poseen un valor tan incalculable como poder llamar amigo a una persona así.

Esta noche enlazaba con la del viernes previo, cuando por primera vez tuve ocasión de asistir a una lectura de poesía. El bar Tijuana, cercano al anterior, albergó a una treintena de personas en torno a La caja de lot, nº1, nombre que recibió el acto en el que Ángel Rodríguez y Juan Cruz nos hicieron participes, bajo la escasa luz proyectada tan solo sobre el improvisado escenario, de su forma de ver el mundo a través de sus versos.

Dos eventos entre tantos otros que pasaron o que llegarán encaminados siempre hacia el mismo punto, ayudarme a disolver las negras nubes que me han estado envolviendo durante meses, que me impedían ver nada más allá de los cristales de las gafas, que me sumieron en la peor de todas las oscuridades posibles. A menudo he pensado que hasta lo malo pasa antes o después, idea esta a la que he debido aferrarme con todas mis fuerzas para no abandonarme a cualquiera de los sinsentidos posibles a los que te acerca la depresión.

Cruces en el calendario que me empujan a anhelar la llegada de un evento concreto. Tiempo que vuela, estrés de sentirse flotando sobre una línea temporal que pasa bajo mis pies a una velocidad de vértigo, y a la que no me atrevo a mirar más que de vez en cuando para poder situarme en el en el mes y en el día en que vivo, maniobras para fundir el impagable horario laboral de que dispongo por tan flexible con cada evento a mi alcance, trenes, viajes, cafés, atardeceres, poesía, certeza de estar vivo y de querer seguir estándolo, un rayo de sol en una mañana de noviembre rápidamente enmudecido por las nubes, escribir cuanto atraviese mi cabeza abandonándome en contadas ocasiones con secreta vanidad al placer de admirar una metáfora propia o un giro que no esperaba que pudiera ocurrírseme a mí.

Me gusta ser feliz y he descubierto que no puedo y no quiero no serlo. Me gusta sonreír cuando presencio una bandada de pájaros que sobrevuela los chorros de la fuente de una plaza, en una escena casi de fotografía presidida por media luna más allá de los edificios, o al encontrar la imagen inesperada de los pingüinos de Madagacar en las galletas, con lo que les echo de menos desde que fueron retirados de la televisión, o al escuchar en el teléfono la voz de una persona que aprecio y a quien no he visto o incluso con la que perdí el contacto hace meses, y sentir en ella la proximidad vacía de reproches que oía cuando en la infancia compartíamos pupitre. Reír cuando tengo un buen motivo, reír más cuando no lo tengo, y por supuesto ignorar las miradas ajenas que recelan de la sonrisa de ese personaje que vaga a menudo en solitario por los aledaños de la catedral o por cualquier parte, estará loco, puede que piensen, o tal vez vuelcan en su despectiva mirada la frustración de no saber o no querer abandonarse a ese gesto tan sencillo pero que a la par significa tanto: una sincera y sentida sonrisa.



Proyecto Slam:

http://www.proyectoslam.net/



Slam Jaén, incluyendo un breve apunte sobre la noche del jueves 27 y algunas fotografías del evento, entre cuyos rostros se encuentra el de un servidor:

http://www.proyectoslam.net/slam-jaen

1 comentario:

  1. Sonreir,habra´quien piense que eso con los tiempos que corren no es facil.Una sonrisa cuesta poco,pero vale mucho.Quien la da es feliz y quien la recibe la agradece dura solo un instante pero su recuerdo a veces,perdura por toda una vida.No hay nadie tan rico que no la necesite,ni tan pobre que no la pueda dar y nadie necesita tanto una de una sonrisa como quien se olvido´de sonreir.

    ResponderEliminar