miércoles, 30 de noviembre de 2011

Azul marino. Diario de un viernes festivo.

El día ha comenzado demasiado temprano, en el margen irreal de las cinco y media de la mañana. Me impongo una prisa desmedida desde el instante en que suena la alarma, pretendiendo huir de la tentación del paso atrás. Conducir durante dos horas por carreteras sembradas de camiones, luz del alba vagamente nublado poco más allá de la capital granadina, hermosura de un amanecer casi olvidado desde el peñón que corta en dos la playa.

Vacío y serenidad.  Nada conocido más allá del vago recuerdo, relojes que no existen. Por mi cerebro deambulan pensamientos al ritmo del ir y venir de las olas,  sumergido en un silencio unicamente roto por el trasiego del agua, sonidos intensos, precisos. Sonidos que pueden asemejarse entre sí, pero que nunca se repiten.


Mañana de finales de noviembre en Salobreña. He desembocado en esta playa por un rapto semejante al que me trajera hace un lustro, tras un viaje cuya única preparación se remonta a la pasada media noche, cuando conecté el despertador como confirmación de una intención inconcreta. Por fortuna, pienso, hoy no vengo como antaño para olvidar ni para alejarme de todo mientras ansío gritar abandonado a la desesperación, deseando que el mundo dejara de ser mundo.

En cuatro ocasiones he recalado en esta playa, espaciadas en el tiempo a lo largo de doce años. Me agrada encontrar más o menos donde mi memoria lo situaba el bloque de apartamentos en el que estuve junto a mi familia en aquel septiembre lejano, aquel septiembre en el que vi el mar por primera vez. Sonrío evocando aquella juventud indefinible, aquella noche en la que conocí eso del botellón en la playa, la desconocida fuerza de la amistad inmediata, la brisa en la madrugada mientras dos personas sentadas sobre las rocas conversan a poca distancia y se hace el silencio.


Rondan las once de la mañana. El sol, que un rato antes me obliga a desprenderme del abrigo, desaparece entre nubes que amenazan tormenta y me veo acudiendo a la chaqueta de nuevo. La intensa luz cada vez que el sol reaparece me trastorna los ojos, desacostumbrados a ese brillo y a los horizontes tan alejados como ese donde se unen todas las gamas de azul.

En la impúdica felicidad de las horas de lectura con el mar como fondo, uno no puede evitar acordarse de quienes no están aquí, aquellos con quienes le gustaría compartir unos momentos en los que todo se puede decir sin palabras, de la gente que hace que este valle de lágrimas se vista de domingo de lunes a sábado, acordarme de unos padres anclados en esa rutina rural que los condena a una inercia similar a la de la rueda en la jaula del hámster, rueda que va más deprisa cuanto más corren. No puedo evitar acordarme de quien lleva meses postrado en una cama de hospital y que probablemente no tendrá ocasión de pisar esta arena ni ver este mismo mar ni lugar alguno fuera del rectángulo de realidad que la ventana de su habitación le muestra.

Cerca de las dos de la tarde entro a comer en uno de tantos chiringuitos de playa cuadriculados y simétricos, que solo adquiere identidad propia cuando me siento a la mesa y entablo conversación con el camarero, granadino viejo. Es entonces cuando los carteles chillones, el plástico y el metal se humanizan.

Mientras un sol de otoño me alcanza a ratos a través de las cristaleras de la terraza cubierta, doy cuenta de un menú sencillo pero que disfruto como solo es posible cuando te abandonas a la impremeditación y al descanso. Sin rumbo fijo una paloma camina merodeando entre las mesas, casi desiertas.

Afuera, en la improvisada terraza sobre la arena, los asiduos a la nicotina soportan por igual un sol de justicia o una brisa fría cada vez que este se cubre. Llama mi atención la visión de un ejército de palomas a su alrededor, a la busca y captura de restos de comida.

Camino por el paseo marítimo y una figura a la orilla de una playa desierta a esa hora atrae mi atención. Sentada con los brazos sobre las rodillas, una mujer mira algún punto del horizonte. En la distancia no sé calcular su edad ni apreciar su aspecto, pero la estampa me recuerda la debilidad, mezcla de curiosidad y admiración, que siento por las mujeres intelectualmente autónomas, entregadas al reflejo de la soledad amparada en un libro o en la mera reflexión solitaria.


Sigo paseando cerca del agua, adormecido por el efecto del sol y la comida reciente, cuando pienso que estoy aquí desde el amanecer y aún no he tomado contacto con el frío sazonado del agua marina. Me acerco a la orilla para remojarme las manos en la resaca de una ola cuando otra algo mayor que la anterior y más rápida que mis reflejos me alcanza sin remedio. La tercera ola de una secuencia es siempre la más fuerte, recuerdo de pronto. Como resultado mis pies se encharcan de proa a popa y yo no acierto más que a dar un salto atrás y abandonarme a la risa al tiempo que me descalzo. El viaje, el sol, las aves, el libro, los pies encharcados, todo me parece de pronto tan cómico e irreal que me siento espectador y partícipe de una película de Charles Chaplin. Lejos de molestarme, pienso mientras las zapatillas se van secando al sol mediterráneo, no me importaría que situaciones como esta me ocurriesen de vez en cuando. Como nota negativa, la punzada de dolor en la nuca que a media mañana se insinuaba como posible es cada vez más intensa, y no tengo con qué remediarlo. 

Más tarde, mientras deambulo por el paseo camino del coche, un caniche blanco y melenudo llevado casi arrastras de la correa por una mujer mayor me mira con gesto de amenaza y emite un gruñido desafiante. Contengo en una sonrisa lo que como respuesta iba a ser un sucedáneo de ladrido, y continúo caminando con desganada parsimonia. En la lejanía las campanas de una iglesia del pueblo acaban de dar las cuatro. 

Es hora de marcharse.



A quienes supieron estar ahí. A quienes están.
A Encarni. Por su fuerza. Por su mar. 




2 comentarios:

  1. Ayy, qué bonito! Mientras paseaba por este azul tan marinero, me pareció verme allí como esa mujer de edad indefinida, o por lo menos compartía mi debilidad por esos pequeños placeres que da el mar; la arena, las olas, la brisa, el horizonte que no acaba. El mar es mi secreto, no lo guardo porque es tan amplío que se puede compartir. Igual que has compartido este trocito de color azul, lo que me permite vivir ese día de comunión con la vida que tan bien has expresado. Por un momento estaba allí, y oía la música de las olas. Ha sido un maravilloso paseo que comenzó incluso antes imagirnarlo.Creo que vendré más veces a ver esta playa que amanece.

    Gracias por ponerle color a este día.Y por pintarlo así, y por estar.

    Un abrazo.

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  2. Sabes? Por un momento me has hecho volver a esa playa de la que un día me enamoré y no paré hasta ir para disfrutar mis primeras vacaciones. Hace de eso mas de quince años,pero sigue en mi memoria como ese primer amor que se nos mete bajo la piel y ahí se queda para toda la vida. Gracias por regalarme un instante de felicidad.

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